Me molestan mucho los hombres que imparten clases de feminismo. Discúlpenme, caballeros, pero eso me enerva. El presunto progresismo ha sacado los pies del tiesto y aquellos que siguen a rajatabla la doctrina de unos cuantos iluminados, se creen con la superioridad moral de dar lecciones a otras personas, mujeres, para que aprendamos esas consignas que huelen a rancio y que les retratan a ellos mismos como seres que se han quedado anclados en los años setenta.
En unos tiempos en que los hombres realizan las tareas del hogar con normalidad, amén de comprarse su ropa y decorar su casa, considerar esas labores como femeninas dice poco del que piensa así. En mi caso, no soy el prototipo de mujer amante de las tareas domésticas, que, no obstante, acometo con resignación. Tal vez alguno por ahí, pretendidamente progresista, claro, pueda tacharme de machista porque mi afición no es planchar, como tanto le gusta a Yolanda Díaz. ¿O es ella la machista? Qué lío.
Ahora debo preguntarme a qué grupo pertenezco. En qué casilla me incluyen aquellos que se dedican a etiquetar a las personas, diversas dicen ellos, pero que sólo caben en sus departamentos estancos. Como muchas mujeres de mi generación, he tirado para adelante con sueldos de miseria, haciendo malabarismos para conciliar y sorteando unas dificultades que nunca encontrarán, a buen seguro, esas señoras que se han apoltronado en el Ejecutivo progresista, con un recuerdo especial a Irene Montero, a quien colocó por imposición su pareja masculina. Qué machista soy, ¿eh? Y ella, qué feminista, ¿a que sí?
A algunas de nosotras las circunstancias nos obligaron a ser madres y padres, educando a nuestros hijos en unos valores que ahora se denigran y sin una sola ayuda del Estado. No queríamos dar ejemplo, eso es verdad, pero no nos quedaba otra que ser fuertes y luchar por sobrevivir. Eso sí, les aseguro que aprendimos tanto, que cada momento que compartimos con nuestros hijos nos propició una elevada dosis de autoestima, además de una felicidad que aún saboreamos con pasión.
Si ahora consideran que cambiar las señales de tráfico de una señora que sujeta a su criatura por un varón es luchar por la igualdad, les animo a que se den una vuelta por la vida real, a que se preocupen de resolver los auténticos problemas de los ciudadanos y a dejar de tomarnos el pelo con estas iniciativas frívolas e insultantes.
Lo que me inquieta es que cada avance de la mujer se haya visto frenado por beneficios para los hombres. Señores, las que nos quedamos embarazadas, las que parimos, las que después sufrimos las consecuencias físicas y mentales de criar a un hijo, somos nosotras. Es nuestro privilegio o nuestra elección. Pero ustedes, con ese falso empeño en dejar de ser machistas, qué risa, han decidido que los padres tengan las mismas semanas de lactancia que las madres, por ejemplo, o que un señor militar con toda la barba, Francisco Javier, se considere discriminado por el Ejército porque no le dejan llevar falda. Ni se ha operado ni se ha cambiado de nombre, pero se siente mujer, según la ley Trans. Bastante tiene encima, desde luego. Pero no, Francisco Javier, sigues siendo un varón. Y que no me vengan con cuentos porque mi libertad para expresar lo que pienso no me la va a quitar ningún feministo de pacotilla. He dicho.