Primero fueron los baños de aguas medicinales; reyes, nobles y adinerados se solazaban en ellos, quizás el mejor ejemplo sea el Real Sitio de La Isabela, un pueblo-balneario en la provincia de Guadalajara, situado en las orillas del río Guadiela, fundado por Fernando VII y desaparecido bajo las aguas del embalse de Buendía en 1950, donde iba «a tomar los baños» toda la nobleza de España. Sus aguas medicinales curaron a enfermos desde la época árabe y tuvo dos visitantes ilustres que le dieron mucha fama: El Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, que a principios del siglo XVI paso una temporada recuperándose allí de sus dolencias e Isabel de Braganza, esposa de Fernando VII, que quedó tan contenta con su «cura de aguas» que por eso el rey mandó edificar el palacio y las dependencias anejas y lo convirtió en Real Sitio.
A mediados del siglo XIX, se empezaron a poner de moda los «baños de ola», vamos, los baños de mar, de igual manera que los anteriores, los puso de moda otra reina, Isabel II, que tenía algunos problemas en la piel y sus médicos se los recomendaron y detrás, claro, la nobleza y los burgueses con posibles que empezaron a acercarse a las playas de Barcelona, San Sebastián y Santander. Su playa de El Sardinero fue la primera de España donde la costumbre tomó fuerza y fue el primer destino de veraneo potente del país. Como la mayoría de la gente no sabía nadar entraban al mar agarrados a una larga maroma asegurada en tierra y operarios en barca vigilaban por si alguno se soltaba y ocurría una desgracia.
Desde Santander se fueron extendiendo progresivamente por otros sitios de la costa española mediterránea, pero en aquellos momentos eran preferidos los del Cantábrico, lo de «pillar moreno» aún no se había inventado. Luego San Sebastián fue haciéndose hueco, por ser el sitio elegido por la reina regente María Cristina, madre de Alfonso XIII y la playa de La Concha fue el destino preferido y de moda.
No se democratizan los baños de mar, con lo que podríamos llamar un incipiente «turismo playero», hasta mediados los años 20 del siglo XX. El ferrocarril, con billetes baratos en los «trenes-botijo» de vagones de tercera clase, facilitará el desplazamiento de los menos pudientes hacia las zonas de playas de Valencia, Alicante, Gijón o La Coruña.