La señora Gloria era una mujer más bien menuda, de movimientos ligeros, seguros y acompasados, peinaba un moño muy alto de trenza, boca amplia de sonrisa tierna, voz cálida y ojos grandes y negrísimos, al paso del tiempo le costaba marchitar su belleza. Gloria, la Maña, fue toda una institución en la casa llana de Puertas Falsas de Talavera. Llegó a la ciudad desde Aragón en los años del hambre huyendo, a partes iguales, de la miseria y de una mala historia de amor. Casi treinta años de servicio y un buen gobierno económico –sin mantener a chulos ociosos que le chuparan la sangre- le sirvieron para ahorrar los dineros con los que compró y amuebló un piso en el nuevo barrio toledano de Corea. Le agilizó los trámites de la adjudicación un veterano cliente falangista con mano en el Servicio de Viviendas de Protección Oficial. En él abrió una pensión, digna, limpia y apañada, para estudiantes de magisterio y viajantes de comercio de la que vivió sin apreturas. Se echó un medio novio, sin mucho compromiso, sargento de infantería retirado y viudo, con el que compartía la tarde de los sábados: siesta y partida de brisca y las mañanas de los domingos: paseo hasta la Vega Baja antes de subir en el Catanga a Zocodover para tomar en el Español el vermú y una ración de gambas con gabardina.
A Talavera se acercaba una vez al mes, siempre en el primer Galiano de la mañana. Recogía en casa a su amiga Carmen, desayunaban chocolate con media docena de porras y muchas risas en la churrería Mariana y recorrían, agarradas del brazo, los comercios talaveranos haciendo compras para reponer existencias en la despensa: el bacalao en casa de Los Carteros en la Corredera del Cristo, las conservas donde Los Mieleros en la Plaza de la Cruz Verde, los embutidos y fiambres en la carnicería de Blanco de Cañada de Alfares, las legumbres y el pimentón verato de Epifanio Rodríguez en Herrerías... Todo, bien embalado, se lo enviaban a Toledo al día siguiente. Al terminar las compras, se daban el tinte y hacían la permanente en la peluquería de Tina y comían como marquesas en la Monteraragueña, recordando en la sobremesa con melancolía y un par de copitas de Calisay las fatigas de los tiempos pasados.