Queridos lectores: no me gusta el verano, no soporto el calor y me enervan las consecuencias derivadas de esta época estival, considerada por muchos la más alegre del año. Me río yo de esa afirmación.
Con 40 grados es una temeridad salir a la calle y aguantas noches de insomnio, no sólo porque el termómetro, perezoso, permanezca inmóvil, sino por los ruidos, artificiales, léase sonido de la música, o naturales, voces, con los que nos obsequian algunos para dar rienda a un entusiasmo provocado a saber por qué. En fin, el verano es hostil. Y en Toledo, más.
Así pues, he aprovechado mis vacaciones para conocer otros mundos. No sé si ustedes saben que existe un ranking, elaborado por el Instituto de Calidad de Vida de Londres, que mide el grado de felicidad de las ciudades. Esa institución indaga en factores como la educación, las políticas inclusivas, la movilidad, la economía, el acceso a zonas verdes o la innovación, para concluir donde se encuentran las personas más satisfechas con su entorno vital. Comprenderán que Toledo no esté en esa lista. Y no porque nosotros, los habitantes de esta hermosa urbe, no estemos contentos, casi todos, con las piedras monumentales entre las que hemos nacido o residimos, no, sino porque las variables que determinan lo que es una idílica estampa para los británicos, no incluyen circunstancias relacionadas con nuestra capacidad para disfrutar de la existencia. Por ejemplo.
Lo que he comprobado durante los días en los que he sido turista, pagando una tasa, es que las ciudades que los británicos consideran felices no sólo tienen bosques y zonas verdes, sino que allí también llueve mucho y todo es natural. Eso sí, no olvidan proteger al residente de un calor que puede llegar a los 27 grados, bendito sea Dios, con instalaciones imaginativas, como aspersores que se atraviesan como los leones de los antiguos circos cruzaban un arco de fuego.
Las ciudades felices tienen una amplia oferta cultural. Y como se preocupan tanto de la educación, el informe Pisa lo ratifica, los niños no vuelven al colegio el 10 de septiembre, sino que, a finales de agosto, ya pueblan las aulas.
Tampoco hay edificios abandonados en pleno Casco Histórico. Y aquí me viene a la mente uno como ejemplo de insoportable desidia: San Juan de Dios, un bien de interés cultural, propiedad de la Diputación, que se cae a pedazos. Por cierto, en las ciudades felices no sólo conservan su patrimonio, sino que se atreven a levantar obras vanguardistas, producto de una época que también quiere dejar huella en la historia.
Y esas localidades, no todas son capitales, ni mucho menos, cuentan con un transporte público ejemplar, terminales de autobuses en condiciones y estaciones de trenes llamadas 'centrales', adivinen por qué: están ubicadas en el corazón de la urbe, no en las afueras. Estamos a tiempo de impedir otra catástrofe con la prevista línea del AVE. Que Toledo sea una ciudad feliz debe ser nuestro objetivo. A por ello.