Parece que la durabilidad y la facilidad de transporte y almacenaje, son las razones principales por las que, desde hace varios años, el panettone inunda los mercados españoles, al igual que los turrones y otros dulces navideños, nada más acabar el verano. En Italia, curiosamente, hay otros panes dulces propios de la festividad navideña - no solo el panettone de Milán- distribuidos por su territorio, como el pandoro de Verona, el panforte de Siena o la focaccia natalicia, mientras que bien podríamos decir que el roscón de reyes, aun con alguna pequeña variación local o regional, representa a toda España.
Se conoce, desde tiempos remotos, esta costumbre de convertir un alimento cotidiano como es el pan en un alimento de gala para celebrar las fiestas, incorporando a la sencilla masa otros ingredientes más preciados. Así, según las posibilidades de cada lugar y cada casa, se añadían huevos y leche para mejorar la textura de la masa; aceite o manteca para que fuera más tierna; esencias y especias para darle más sabor; frutos y frutas secas, las únicas disponibles en inverno, para enriquecerla, así como miel, arrope o azúcar para endulzarla. Pero quizás sean el azúcar y las especias el motivo por el que en Italia se prodigaron más estos panes dulces durante la Edad Media. Mientras que en España el consumo de azúcar seguiría siendo un artículo de consumo restringido hasta bien pasado el siglo XIX y el acceso a las especias era limitado hasta la expedición de Magallanes-Elcano en el siglo XVI, los mercaderes italianos, causa de la riqueza y prosperidad de las ciudades-estado en Italia, llevaban ya mucho tiempo en la Edad Media dedicados a abrir nuevas rutas de aprovisionamiento de azúcar y especias.
Investigaba sobre ello, cuando me encontré, leyendo sobre la República de Siena en el siglo XIII y su tradicional panforte, con la brigata spendereccia. Una cuadrilla de doce jóvenes derrochadores y glotones, procedentes de familias nobles y ricas de la ciudad relacionadas con el comercio del clavo de olor, que se reunían básicamente para celebrar opulentos, extravagantes y lujosos banquetes. Aunque los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo en si sus aventuras sucedieron o no como se narran en los cuentos populares que les han inmortalizado, lo cierto y verdad es que la brigada alcanzó tal notoriedad que, incluso, la menciona Boccaccio en el Decameron y Dante en el canto vigesimonoveno del Infierno, haciéndose eco de la vanidosa megalomanía de algunos sieneses.
Parece ser que Niccolò dei Salimbeni, uno de los doce tragones, tenía a su servicio un gran cocinero que confeccionaba los menús y elaboraba los platos más novedosos para sus francachelas. Se han hallado algunas de sus recetas escritas y todas están diseñadas para doce comensales, los doce miembros de la brigata spendereccia. Lo curioso es que, en los recetarios posteriores al Duocento, las recetas siguen midiendo ingredientes y dando pautas de cocina para doce personas. Es más, se cree que también influyó la célebre brigata en que las vajillas, cristalerías, cuberterías y mantelerías estén pensadas para doce comensales.