No se asusten, no les voy a aburrir con mis aventuras y desventuras romanas de estos días, sino voy a hablarles de la vida de otro toledano que desarrolló una labor extraordinaria en la Roma renacentista, y que, como tantos otros personajes de nuestra historia, ha caído en el más absoluto de los olvidos. Me refiero a Pedro Chacón, teólogo, latinista, arqueólogo y matemático. Un típico humanista del Renacimiento, sin duda alguna.
Nació en Toledo en 1520. Marchó a Salamanca, donde fue ordenado sacerdote. Impartió clases en la universidad salmantina, y en su círculo de amistades encontramos figuras como fray Luis de León, Francisco Salinas o Arias Montado, la élite intelectual de una ciudad en la que abundaban grandes figuras, en aquellos espléndidos años para la cultura española. Publicó, a instancias del papa Pío V, una historia de dicha universidad, obra que le abrió las puertas de Roma, donde se establecería hacia 1572.
En la capital del orbe católico, Pedro Chacón colaboró en la revisión del calendario juliano a petición del papa Gregorio XIII, dando lugar al que hoy nos rige. En Roma continuó una intensa labor de escritura, manteniendo contacto epistolar con algunos de los grandes intelectuales de la época, cartas en las que reflexionaba sobre cuestiones políticas, religiosas o culturales.
Entre sus escritos, redactados en latín, lengua que defendía como vehículo de cultura, no sólo encontramos obras científicas, como las referentes a las correcciones del calendario o sobre cuestiones de Derecho, comentando el Decreto de Graciano, sino que tiene una muy curiosa, De Triclinio, una verdadera guía gastronómica y cultural sobre cómo los romanos comían, desde los platos, los vinos, la forma de poner la mesa, los invitados e incluso la música, siendo una de sus obras más célebres. Hizo también comentarios bíblicos y patrísticos.
A su muerte, en 1581, fue enterrado en la iglesia del hospital de Santiago de los Españoles, junto a Piazza Navona, institución a la que nombró heredera universal de sus bienes, en un sepulcro espléndido que, tras el cierre de dicho templo -cuyo otro titular era san Ildefonso- y su fusión con la iglesia de la corona de Aragón, fue trasladado a ésta, la actual iglesia nacional española de Santiago y Montserrat. Aquí, en la sala hoy dedicada a conferencias, se puede contemplar.
Estos días he podido ver el sepulcro, atribuido a Flaminio Vacca. El rostro de mármol blanco, que contrasta con el mármol negro de la sotana, refleja aún la serenidad y sabiduría del que, en el epitafio, se proclama orgullosamente presbytero toletano, recogiendo a la vez su vocación religiosa y el orgullo de sus raíces. El texto elogia su erudición, buen juicio, fe y diligencia.
Un sabio toledano, uno de nuestros grandes humanistas de aquel Toledo que aún era, como dijo Cervantes, «gloria de España y luz de sus ciudades», pero que tan mal trata, con injusto olvido, a sus mejores hijos.