Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Buñuelos y calabazas

06/11/2024

Noviembre. Mes de los difuntos. Durante siglos, la evocación de los que nos han dejado estuvo transida de recuerdo piadoso, fuera oración, fuese sentimiento de nostalgia y dolor por nuestros difuntos, o ambos. Pero desde hace unos años hemos asistido a la progresiva implantación de la fiesta de Jalogüín, en un curioso fenómeno de aceptación de imperialismo cultural norteamericano que no ha generado, salvo cuando ya nos vemos inundados de calabazas, brujas y fantasmas, la menor reflexión crítica. Con el pueril argumento de que se trata de una fiesta para niños –nada más lejos de la realidad- no nos hemos interrogado acerca del profundo cambio antropológico que se está produciendo.
Curiosamente una sociedad que parece eludir cualquier referencia a la muerte, como si el hecho de no nombrarla o esconderla pudiera alejarla, en estos días ve una eclosión de expresiones macabras, sórdidas o de apariencia terrorífica que nos ofrecen una imagen totalmente distorsionada de lo que es el momento decisivo de nuestra existencia. Es asimismo sorprendente que quienes ponen el grito en el cielo cuando un occidental se viste con una chilaba o se disfraza de persona de raza negra –las polémicas recurrentes cada año sobre el rey Baltasar en las cabalgatas- no hayan hecho la más mínima protesta por esta 'apropiación cultural' de una tradición estadounidense. Y no seré yo, como antropólogo e historiador, quien lo haga, pues creo en la hibridación e influencia mutua de las culturas, pero no deja de ser curioso.
Nuestra rica tradición cultural afronta la muerte desde otras claves más positivas. Los carnavales de ánimas, los catafalcos que se erigían en las iglesias –les recomiendo que  visiten este mes el impresionante y único en su género de La Torre de Esteban Hambrán-, la propia gastronomía, con sus buñuelos y huesos de santo, entre otras muchas añejas tradiciones, nos hablan de la normalidad del hecho de la muerte, que forma parte de la vida humana y que es preciso asumir sin los tintes macabros, feos y horripilantes del Jalogüín. La celebración del día de Todos los Santos y, al día siguiente, el de los Fieles Difuntos, con los cementerios –etimológicamente, dormitorios, nombre que inventaron los primeros cristianos en lugar de necrópolis, ciudad de los muertos, para expresar la fe en la resurrección- rebosantes de vida, de flores, de sentimientos encontrados, significa un reencuentro humanizador, en muchos casos esperanzado, con nuestros difuntos, por quienes oramos y a quienes evocamos. Todo ello rodeado de expresiones culturales que forman parte de nuestro patrimonio inmaterial, desde las sencillas luces que se encienden en la noche por las ánimas benditas –recuerdo como de pequeño me llamaba la atención las mariposas que en una lata encendía mi abuela Luisa por sus difuntos- hasta la representación del 'Don Juan Tenorio' de Zorrilla en los teatros. Además, como ya he señalado, de una deliciosa gastronomía.
Porque donde estén los buñuelos, que se quiten las calabazas.