Un sistema tributario está constituido por un conjunto de tributos establecidos por el legislador de un modo armónico con arreglo a unos planteamientos racionales; es decir, lo que identifica a un sistema tributario y lo diferencia de un conjunto deslavazado de impuestos es la articulación lógica entre ellos lo que deriva de la claridad y coherencia entre los mismos así como de los fines fiscales y extrafiscales de las diversas figuras tributarias.
Esto significa que no haya, en puridad, sistemas tributarios como un producto perfectamente acabado sino más bien como tendencia a la que deberían aspirar los legisladores y ello es así porque los sistemas tributarios son el resultado de procesos evolutivos de tal manera que, cuando el legislador fiscal actúa sobre el conjunto de tributos ya existentes e introduce otros, lo debe hacer intentando darles la máxima racionalidad posible y armonizando la estructura tributaria que origina.
Es decir, los sistemas tributarios son producto de múltiples factores muy heterogéneos de modo que la preminencia de elementos racionales o de elementos históricos permite clasificar los sistemas como racionales, cuando son el fruto de un proceso de racionalización y articulación coherente de las diversas figuras tributarias de acuerdo a un modelo impositivo conscientemente diseñado y buscado por el legislador o como sistemas históricos que son el resultado de la superposición natural de figuras tributarias derivadas de la evolución temporal a lo largo de décadas.
El mayor peso de la racionalidad frente a la historicidad facilita avanzar en el cumplimiento de las exigencias de un sistema tributario ideal. En primer lugar, la exigencia de justicia y equidad: el conjunto de tributos debería ser justo y equitativo, ha de basarse en los principios de capacidad económica e igualdad, tanto desde el punto de vista de la equidad horizontal, tratando igual a los iguales, como de la equidad vertical, tratando desigualmente a los que se encuentran en situación de desigualdad ( y, naturalmente, ello requiere desarrollar una coherente política de gasto público, pues la justicia que se logra con la mano del ingreso no debe desvirtuarse con la mano del gasto). También el sistema debe procurar la suficiencia financiera, que genere los recursos necesarios para poder prestar un nivel satisfactorio de los servicios públicos de acuerdo con el modelo de Estado de bienestar. Debe respetar la neutralidad del sistema impositivo en el diseño de los tributos sobre la renta y el consumo, mejorando la eficiencia asignativa que impulse el crecimiento económico. Pero un sistema tributario ideal también requiere de estabilidad y certeza, que no se creen tributos cuya vigencia temporal o indefinida no esté clara, que no se reforme constantemente la regulación de los impuestos, que el sistema está integrado por normas precisas y claras, fruto del empleo de una correcta técnica jurídica. Asimismo, los tributos deben ser, para el contribuyente, sencillos de entender y gestionar con la colaboración y asistencia de la Administración tributaria.
De ahí que cuando a un sistema tributario predominantemente racional se van adicionando de forma desarticulada tributos diversos, a veces denominándolos interesada e indebidamente con otros términos, como prestaciones patrimoniales públicas no tributarias, y con el sólo propósito de lograr urgentemente más fondos o de contentar a diversos actores políticos con ideologías fiscales contrapuestas, el sistema pasa a ser simplemente una acumulación asistemática de impuestos y prestaciones coactivas. Pasa a ser un sistema tributario espasmódico, que se va formulando o rellenando sobre la base de movimientos compulsivos, de difícil control, con arreones y desacelerones contradictorios resultado de concepciones muy divergentes sobre las políticas económicas y fiscales y que se traducen en el establecimiento agónico de impuestos como resultado de un do ut des entre fuerzas parlamentarias dispares, y cuyo resultado final es la quiebra de exigencias fundamentales de un sistema fiscal racional.