Remembranza es una de las palabras más bellas del diccionario. Por su musicalidad y por su significado, que no es sólo recuerdo, sino más bien «memoria de algo pasado», una experiencia que hemos entrañado cordialmente, que custodiamos en el hondón de nuestro ser, y que, con frecuencia, evocamos con nuestros labios. O con nuestra pluma. Es el caso de la última obra de ese polígrafo fecundo que es Antonio Hernández-Sonseca, quien, de nuevo, nos regala un escrito cargado de belleza poética y de sensibilidad estética. Pero no se trata simplemente de un escrito más, sino de un texto íntimo, profundo, en el que la remembranza se troca en agradecimiento vital, en reconocimiento sincero y gozoso, en memoria de un recorrido existencial marcado por unos paisajes y, sobre todo, por unas personas.
Y es que en Mis cuidados en el Reino de las Letras, recién publicado por Celya, Hernández-Sonseca, don Antonio como le conocemos quienes hemos sido sus alumnos, contempla desde la atalaya de su madurez humana y filosófica un camino que arranca en su villa natal de Yepes, donde en aquellos días felices de la infancia descubrió, gracias a sus maestros, la pasión, que ya no abandonaría, por la lectura y la escritura, donde brotó el deseo impetuoso de formar parte de ese Reino de las Letras que nos eleva hacia unos ámbitos de libertad en los que, como dice Rilke, obramos como «abejas de lo invisible». Pero no sería exclusivamente la inmensidad de la llanura manchega la que conformaría su espíritu, sino sus años en la Universidad Pontificia de Comillas, donde descubrió, impactado y sobrecogido íntimamente, otra inmensidad, la del mar. Un mar que evoca lleno de emoción, con la convicción de que experimentó un milagro a ras de suelo, como un hechizo devenido categoría estética. Mar físico convertido en metáfora de ese mar de sabiduría en el que se sumergió durante aquellos cursos de filosofía, en los que aprendió a venerar palabras heredadas, en los que cinceló sobre un cuaderno las impresiones que iban conformando el cimiento de una escritura cada vez más personal.
Pero junto a los recuerdos de lugares o de experiencias estéticas, como el Corpus toledano, en el que durante muchos años ayudó con sus reflexiones a hacer de la procesión plegaria, aparece, transida de emoción, la memoria de los seres entrañablemente queridos: sus padres Dámaso y Tomasa, que en transparencia oculta siguen conviviendo con él, y su maestro, Julián Marías, quien marcaría una estela imborrable sobre su identidad. Los tres, como en profesión esperanzada de fe proclama, sobreviven ahora en otra forma de vida, nueva y definitiva, en la Otra Orilla, y desde allí le siguen elevando a una dimensión que va más de lo terreno.
Un libro, una confesión auténticamente agustiniana, que nos recuerda que la vida personal es nuestro mayor tesoro y que nuestras raíces profundas siguen cohabitando, fecundándolo, en nuestro presente.