Todos los pueblos a lo largo de la Historia han honrado la memoria de los difuntos con diferentes ritos. Quizás han sido los egipcios los que han tenido un protocolo más intenso de la cultura de la muerte, por eso, además de la celebración anual de la fiesta de los muertos, un día al mes se reunían en familia y se dirigían en procesión a las tumbas de sus allegados con antorchas perfumadas donde entonaban el denominado «cántico de los muertos».
Nuestra costumbre deriva de las tradiciones romanas, concretamente de las fiestas de la Parentalia, fiestas fúnebres anuales, del 13 al 21 de febrero, en honor a los difuntos parientes. Esos días, se reunían en familia, encendiendo una lamparilla de aceite por cada difunto de ella, depositaban ofrendas sobre las sepulturas y cenando juntos, tomando como postre una típica torta de miel y harina. Origen de la misma tradición peninsular, tanto las candelillas, las ofrendas florales en los cementerios, como de los dulces típicos de estas fechas: huesos de santo, puches dulces, buñuelos…
La Iglesia «cristianiza» la fiesta de los difuntos a finales del siglo X, a partir de la idea del monje benedictino Odilón, abad de monasterio francés de Cluny, que ordena que en todas las iglesias de su orden se celebrase una conmemoración por los fieles difuntos el día 2 de noviembre, que él llama «la fiesta de los muertos» y que el papa Juan XIX ratificaría para que se observara en todas las iglesias de la Cristiandad, adoptando el «Oficio de difuntos» en el que se recogen una serie de oraciones por el alma de los muertos con salmos y fragmentos bíblicos.
Las Cofradías o Hermandades de Ánimas surgen en el siglo XVI, tras el concilio de Trento, que declaró dogma de fe la existencia del Purgatorio y que promueve los sufragios por las almas de los difuntos. De ellas tenemos ejemplos numerosos en nuestros pueblos. Antiguamente la noche de Todos los Santos y otras noches señaladas, grupos de cofrades recorrían las calles recogiendo limosnas para los sufragios haciendo sonar una campanilla, golpeando un tambor destemplado y entonando coplas tristes: el guía recitaba una estrofa: «Si pasas junto a la iglesia/oirás a las almas/los gritos que dan./Son tus padres, parientes y hermanos/que en el Purgatorio/padeciendo están./Sácalos de sus tormentos/con la limosna/que nos puedes dar». Y los demás coreaban con mucho lamento un estribillo: «¡Me quemo, me abraso, tened compasión!».