Miguel Ángel Dionisio

El torreón de San Martín

Miguel Ángel Dionisio


Rebuznos

09/10/2024

Las tardes de otoño, con su cálida luz, invitan a la melancolía y a la introspección. Incluso en nuestras recias tierras castellanas o manchegas, tan alejadas del bucolismo de otros paisajes, el pasear por el campo en estos días de octubre hace que nos envuelva una serenidad y una paz que calman el alma tras los agitados meses del verano, en los que el tórrido sol nos amodorra y nos arrastra hacia il dolce far niente, el adormecimiento de los sentidos y la plácida languidez del sestear.
Hace unos días disfruté de una de esas maravillosas tardes. Recorriendo un polvoriento camino, me adentré entre viñedos y olivares, unos recién vendimiados, otros ofreciendo el verde fruto que en unos meses será vareado para deleitarnos, tras la prensa, con el rico aceite. Un cielo azul intenso, apenas surcado por alguna cándida nubecilla, transparente y límpido tras las lluvias, me llenaba de calma, acentuada por ese particular tono del sol de comienzos del otoño, con su especial luz. Todo animaba a la reflexión, a ese entrar en lo más interior de nosotros mismos que recomienda Agustín de Hipona, a pasar por el tamiz del sereno pensamiento, acontecimientos y proyectos. Paz, sosiego, quietud, placidez. Un momento perfecto que, sin embargo, se vio interrumpido por un desgarrador y gutural grito, un lamento que parecía brotar de la más terrible de las desesperaciones. Empecé a mirar, buscando quien profería tan horrible petición de auxilio, tras el sobresalto inicial que me heló el alma.
Pronto pude descubrir de donde procedía. En una finca, amarrado a su cuerda, un burro había sido el origen de tan inesperado sobresalto con su rebuzno. No es habitual encontrarse ya con burros, al menos de cuatro patas. De pequeño, aún recuerdo en Toledo un asno cargado de objetos de cerámica que atraía a los turistas, último vestigio de aquellos con los que los azacanes subían el agua del Tajo para abastecer la población. Perdida su utilidad, se ha convertido en un animal que corre el peligro de desaparecer, más allá de algún lugar turístico, como los célebres de Mijas.
Pasé junto al animal, que quizá se asustó más que yo con la inesperada presencia de un solitario paseante. Y no pude menos que evocar otros burros famosos, que han enriquecido la literatura. Por supuesto, la deliciosa obra de Juan Ramón Jiménez, Platero y yo, con esa descripción que aprendimos de niños: «Platero es pequeño, peludo, suave…». Un libro que forma parte de nuestros recuerdos de infancia y que nos ha hecho amar a ese esforzado animal. Pero no es el único burro protagonista literario. Desde El asno de oro de Apuleyo a los poemas que Gloria Fuertes les dedicó, pasando por el que servía de montura a Sancho Panza o la burra de Balaán, son muchos los jumentos que aparecen en los libros.
A pesar del susto, prefiero el rebuzno del burro al de muchos humanos.

ARCHIVADO EN: Cerámica, Toledo