Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


«Montoya, por favor»

12/03/2025

Esta frase de Sandra Barneda en La Isla de las Tentaciones ya es historia de la televisión. Un intento, casi desesperado, de poner orden ante el espectáculo de ver a unos tortolitos participar en un delirio de infidelidades anunciadas, carnes expuestas y traiciones con un guión más previsible que la sobremesa de un sábado en Antena 3. No hablamos de un reality sin más. La Isla de las Tentaciones es un visionado sobre cómo la lealtad de cinco parejas dura lo que tarda en llegarnos una nueva notificación. Aquí no se busca un vínculo, sino una escena mediática donde el desprecio sea entretenimiento, la infidelidad se use como moneda de cambio y la decencia se despache a precio de saldo en un mercadillo de besos, bragas y puñaladas en prime time. Punto. Puedes argumentar tus desgracias sentimentales con un «¿Te crees que mi chica me la está pegando?» seguido de un «Sí, claro» y rematado con un elegante «Pues mira, me suda la p***a». O confesar sin ninguna ironía: «Soy maestra, experta en Lengua y Anatomía». O, por qué no, resumir tu filosofía vital con la profundidad que un cenicero de plástico: «Yo vine a esta isla a pasármelo bien, pero si mi novia se lía con otro, me toco los c***nes y pa'lante». En fin, posmodernismo en vena. Pero claro, como ya vimos en la tribuna No lo conozco, solo nos hemos acostado, vivimos en una era donde nadie conoce a nadie, porque para eso haría falta algo más que dos copas y una cama. Todo es inmediatez, clínex de usar y tirar, consumo rápido sin digestión. Se pasa de cuerpo en cuerpo como se pasa de story en story, con la certeza de que, en cuestión de segundos, aparecerá otro perfil que deslizar, otro rostro que mirar, otro nombre que olvidar. Así que, verdaderamente, nada de este reality debería sorprendernos.

Sin embargo, hubo un tiempo en que la fidelidad no era una etiqueta, sino un código de conducta. No era suficiente con cumplir cuando convenía, sino que exigía integridad incluso cuando dolía. El HONOR era el peso de la palabra dada, pero, como acabo de comentar, nada de este concepto nos queda. Se ha diluido en la conveniencia, reducido a una pose, vaciado de significado. En la tribuna OnlyFans: el after de una civilización con resaca moral, ya establecimos un paralelismo entre plataformas como OnlyFans y el Coliseo. Pues bien. La polis ha hecho que en La Isla, este símil sobre la degradación humana se refuerce: los participantes no luchan con espadas, sino con apuñalamientos, celos y lágrimas. Tampoco se presentan como aquellos que gritaban «Ave, César, los que van a morir te saludan» antes de entrar en la arena, no. Se sientan en una butaca, frente a una hoguera, y gritan «¡Sandraaaaaaa, ponme las imágenes!» mientras esperan que su humillación sea lo bastante viral como para que, en un futuro próximo, las marcas les patrocinen, los seguidores se multipliquen y, con suerte, acaben sentados en un De viernes, mientras un piano melancólico adorna su relato prefabricado de víctima. Y todo esto, la audiencia lo devora con el mismo entusiasmo con el que un romano pediría sangre en un anfiteatro. Vamos, que el tema no es que las virtudes hayan cambiado, sino que hemos optado porque no valga la pena tener ninguna. Y Montoya es ejemplo de ello. La versión de Máximo Décimo Meridio, pero sin honor, sin gloria y sin más espada que sus gracietas.

Lo más paradójico es que decimos ver este programa para desconectar de un ajetreado día. Pero, en realidad, lo consumimos para sentirnos por encima de sus participantes, deleitándonos en sus penas. Spoiler: nos equivocamos. Nos burlamos de las parejas que juran haber conectado con su tentador tras unos besuqueos en la piscina, pero ¿qué pasa cuando un like de un desconocido nos hace sentir especiales? Nos tronchamos cuando minimizan una traición diciendo «No son cuernos si no hay sentimientos». Pero ¿cuántas veces hemos jugado con los afectos de alguien y lo hemos maquillado con un «no era el momento»? Nos reímos cuando en la hoguera de confrontación se aferran a un «No es lo que parece». Pero ¿acaso no hemos dicho lo mismo cuando nos pillan hablando con quien no deberíamos, nos preguntan por un mensaje ambiguo o nos justificamos lo que, en el fondo, sabemos que no tiene justificación? Nos partimos cuando dicen que «se merecen a una persona que les valore» y una hora después se están revolcando con un tentador. Pero ¿en cuántas ocasiones hemos exigido ser escuchados mientras ignorábamos a otro? Nos llevamos las manos a la cabeza cuando, cegados por la inseguridad o la desesperación, se escapan de su villa para irrumpir en la otra, saltándose las normas al grito de «¡Eres un sinvergüenza!» o «¡Eres una falsa!». Pero ¿no hemos roto en alguna ocasión nuestro propio orgullo para wasapear a quien nos ha hecho daño, cruzando una línea roja, convencidos de que esa vez sí nos darán una respuesta? Nos mofamos cuando en la hoguera de confrontación se preguntan entre sollozos «¿Pero tú me has querido?» mientras ya se han liado con otro. Pero ¿cuántas veces hemos comprobado WhatsApp cada diez minutos, esperando una contestación que nunca llega? Nos meamos de risa cuando balbucean un «No sé si estoy enamorado, pero la quiero mucho». Pero ¿en cuántas ocasiones hemos preferido la comodidad de una compañía a la verdad de un sentimiento? En fin, como diría la Pantoja: MA-RA-VI-LLO-SO. Maravilloso nuestro ejercicio de hipocresía. Porque la diferencia es que ellos hacen todo esto bajo el foco de las cámaras, nosotros bajo la luz de los dispositivos. Porque La Isla no es solo un programa, es un retrato de quienes la miran.

Los griegos concebían que el verdadero valor de una persona no se medía por su éxito, sino por su capacidad de enfrentar la adversidad con honor. Cuando Héctor combate contra Aquiles en la Ilíada, es consciente de que la muerte es inevitable, pero escoge combatir, porque por entonces era preferible una derrota honorable que una vida sin victoria. Sin embargo, hoy ya no se busca el prestigio, sino la atención, y no importa cómo se consiga. Que un presentador te grite «Montoya, por favor» mientras haces el ridículo es una condecoración equivalente a una condecoración militar. Y esto revela que no estamos ante un problema de televisión. Non solum de TV agitur, sed de societate nostra. Estamos ante un problema de educación. De lo que hemos decidido como polis que es importante enseñar, transmitir y conservar a los jóvenes. Hubo un tiempo en que lo educativo se diseñaba para formar ciudadanos. Paideia, lo llamaban los griegos. No bastaba con saber leer o escribir; había que aprender a vivir honorablemente. En El Banquete, Platón plantea que el amor era una fuerza ascendente, un deseo de elevarse desde la atracción física hasta el conocimiento de lo bello y lo bueno. Ahora, en cambio, no hay ascensión, sino caída libre. La elocuencia ha sido sustituida por la estridencia, la razón por el morbo y el criterio por el impulso. Condorcet ya advierte que sin una formación que enseñe a razonar y a cuestionar, las sociedades no avanzan, sino que se convierten en rebaños de borregos que siguen al bufón más ruidoso. Y en estas nos encontramos: aplaudiendo a Montoya mientras nos convencemos de que lo ordinario también puede ser un mérito. En fin, en su día, escribí que la fiebre posmodernista es capaz de venderte un poblado chabolista como los foros de Roma. Sigo pensándolo.

En otra época se recordaban nombres como Alejandro Magno, un tipo que, con apenas treinta años, había dominado un sinfín de territorios, difundiendo cultura y transformando estados. Hoy, la posteridad grabará en su lugar a Montoya. Y no es que la sociedad haya olvidado a sus grandes figuras; es que ha elegido reemplazarlas por caricaturas. No conquistamos imperios, solo pantallas. No expandimos civilizaciones, solo memes. No buscamos victoria, solo trending topics. Y lo peor de esto no es el fenómeno en sí, sino el hecho de que no hacemos algo para evitar que lo siguiente pueda ser peor. Que lo será. Porque la lógica del circo es siempre la misma: si deja de impactar, hay que echarle más leña. Y la leña, querido lector, es el público. Pensábamos que Fani y Christofer ya eran el colmo del esperpento, que aquel «¡Estefaníaaaaa!» era la frontera final del bochorno televisivo. Pero el espectáculo exige más, y seguimos en la rueda, celebrando a Montoya como la nueva estrella de la burla. Si nos reímos de su lógica de feria, mañana hará falta algo aún más grotesco.

Quizá por eso nos da igual cuando arrasan con nuestra memoria mientras nos entretienen con carnaza fresca. ¿Qué más da una Vega Baja menos si tenemos otro reality más? Panem et circenses, sí, pero cada vez con menos pan y más circo. Cuando esta temporada de La Isla acabe, quedará lo de costumbre: un par de exconcursantes vendiendo cremas adelgazantes con códigos de descuento, otros promocionando batidos de proteína, y unos últimos convertidos en DJ de chiringuito con iluminación LED del Temu. Mientras La Isla ya tendrá a punto la próxima edición, con más cornamentas, menos ropa y la dignidad habitual: ninguna. Pero llegará el día en que ya no haya más que quemar. Y, cuando eso pase, alguien apagará las luces del plató. El televisor se quedará en negro. Y una voz en off nos recordará: «Hay más imágenes para ti». Solo entonces, en el reflejo de la pantalla, no veremos a Montoya, ni a Sandra, ni a la última pareja en romperse. No. Veremos nuestra cara. Porque el show nunca fue de ellos. El show siempre fuimos nosotros.