Esther Durán

Serendipias

Esther Durán


Tango

10/01/2025

Desde que sus patas rechonchas pisaron la casa tuve miedo de que llegara el día. Lo pensaba muchas veces, me resultaba injusto que la vida de un ser tan maravilloso tuviera que ser tan fugaz; entes repugnantes campando a sus anchas en este planeta y unas criaturas tan bien hechas con una vida tan exigua; qué disparate de la evolución. 
Sin hablar, y no me refiero a comunicar, nos enseñó a despreciar lo material, tanto que hace un par de días, cuando me preguntaba mi mayor qué objeto es al que más cariño tengo, no supe decirle nada. Para graduarnos en este tema nos puso ejercicios tan didácticos como encontrar el pasillo envuelto en una nube de polvo tras haber arañado las paredes como si quisiera cavar el túnel de la mismísima gran evasión; comerse las patas de la mesa de madera, el único mobiliario que no era de Ikea; quitar tres centímetros de un tacón recién comprado, sin estrenar, metido en su cajita aun o dejar el parqué como un queso gruyere. 
También fue un maestro de nuestra paciencia. Tenía más personalidad que muchos mortales erguidos sobre dos patas y si algo era no, pues nada. Lo que nos hemos reído recordando el día que no le salía del rabo subirse al coche para volver de su sesión de natación en una charca, tuvimos que recurrir a un simulacro de abandono, con subida al vehículo, arranque de este y avance de unos metros, para que se dignara a salir del agua. 
Él vino a este mundo para ser hijo único, un mimado al que nadie le diera guerra, pero caló tan hondo que consiguió aquello de ampliar el círculo de compasión de su familia y, en consecuencia, rodearse de congéneres; algunos venían y se iban, otros, para su desgracia, se fueron quedando y tuvo que prestarles un huequito en su salón. 
Quiero pensar que yo era su persona favorita porque él sí fue y será mi perro favorito. Que, por eso, aquel 10 de enero esperó a que le acariciara su cabezota, le diera un beso y me marchara de casa para cerrar los ojos. Ese día tampoco tuve respuesta a la infinita tristeza de un pequeño de cuatro años al que le pareció insoportable el nunca más y un consuelo tan ínfimo como quimérico, el cielo.