Saber renunciar. Esa virtud perdida en el tiempo que solo los más valientes saben asumir. Saber decir adiós en el momento adecuado, dando un paso alejado de la vanidad y sin más dolor que el de dar un paso atrás. Una lección difícil de dar, pero mucho más aún de asumir. Esta es la lección que nos ha dado Ángel Fernández Collado, siempre profesor, siempre sabio, siempre pastor. Nuestro paisano ha renunciado por motivos de salud al pastoreo de la diócesis de Albacete, en la que Toledo ha jugado un gran papel sobre todo desde los tiempos de episcopado de don Ireneo García Alonso.
La noticia ha hecho un profundo eco en quienes conocemos a Ángel –el cariño me pide tutearlo–, aunque es propio de las personas verdaderamente sabias encontrar el momento idóneo para retirarse cuando las circunstancias obligan. En mi caso, yo lo conocí hace unos trece años, cuando empezaba a dar pequeños pasos en el mundo de la investigación. Lo recuerdo entonces en el archivo de la Catedral, siempre bajo la sombra de otro grande de la Iglesia toledana: el querido y llorado Ramón Gonzálvez Ruiz. Yo era muy joven entonces, pero pude darme cuenta pronto de su prodigiosa memoria, de sus conocimientos enciclopédicos y, sobre todo, de su sincera bondad. Después, lo he conocido en otros espacios y por otras cuestiones en las que, en todo momento, actuó con la esencia del buen profesor: de manera abnegada, desde la humildad del auténtico magisterio.
Más allá de sus méritos académicos, de sus muchas publicaciones y de su gran trabajo archivístico, está un brillante y abnegado servicio a la Iglesia de más de cincuenta años, en el que me consta que no le han faltado momentos de dificultad. A pesar de todo, ha sido siempre una persona firme en su tarea, como el militar que se mantiene en pie cueste lo que cueste. Su lema episcopal, "evangelizare Iesum Christum", es un compendio de su trayectoria vital: a través de sus muchos servicios, dar a conocer a Aquel a quien decidió seguir desde su niñez.
Cuando alguien a quien conozco termina una etapa importante en su vida, suelo decirle siempre que haga una reflexión a través del epitafio de Max Aub: "Hice lo que pude". Ángel puede estar muy tranquilo, porque ha hecho todo lo que ha podido y mucho más de lo que ha podido. Y, sobre todo, ha sido un hombre fecundo. Muy fecundo en su vida, en su obra, en su pastoral, en sus afectos y en su generosidad. Si me permiten, les voy a contar algo que me sucedió el otro día. Caminaba por la calle Ancha y me encontré con su secretario particular, don José Miguel. Tuvimos una conversación de unos veinte minutos. Pero de esos veinte minutos quizá no pudimos hablar más de cuatro, porque hasta seis personas distintas se pararon a preguntarle cómo estaba Ángel, cómo se encontraba y si volvería por Toledo ahora que se le había admitido la renuncia. Y todos los interlocutores preguntaban con grandísimo cariño.
Así pues, solo me queda dar gracias a nuestro querido Ángel Fernández Collado. Gracias por todo, sin más aditamentos. Ese "todo" ya dice bastante del quantum de todo lo que representa. Al menos, de todo lo que representa para mí.