Era una noche tormentosa. Quizá serían las diez de la noche. Aquella noche, ponían en la tele una de las películas preferidas de mi niñez. Y, de repente, un trueno trajo la caída de la luz y una lluvia muy fuerte, casi torrencial. A los seis años de un niño, una tormenta y la oscuridad son episodios que dan miedo. El niño pequeño que yo era, al menos, se asustó. Pero ella estaba ahí, siempre al quite, siempre cercana. Me abrazó y me consoló. Su misión no era tanto enseñarme cuál era la realidad de esa tormenta, sino enseñarme que no debía temer a esa tiniebla.
Algún tiempo más tarde, volví a identificar en ella esa faceta protectora. Pero no hacia mí, sino hacia su propia madre, cuya memoria empezaba a borrarse. Mi adolescencia también tuvo que comprender que los hijos acabamos siendo, de alguna manera, padres de nuestros padres. Y más, cuando la enfermedad asola a la mente. Pero ella seguía ahí. Incólume. Fiel. Demostrando ser un ejemplo de valores, como la recuerdo desde siempre. Y así lo ha sido hasta que su madre, que volvió a tratar como "mamá" a su propia hija, entregó su espíritu en este mundo. Ojalá yo sea la mitad de buen hijo que ella ha sido de buena madre —y de buena hija—.
Aunque "mamá" pasase a ser "madre" para mí, hizo ese tránsito desde el respeto y la admiración más absoluta hacia su sola presencia. Mi mente, que transitaba hacia la adultez, no había conocido a una persona de entrega semejante en lo cotidiano. Porque la entrega, en efecto, puede ser grandilocuente. Pero la entrega en lo pequeño, en lo diario, quizá sea la más auténtica y la más genuina.
Y no solo hablo aquí de mi propia madre, a pesar de que sea la muestra que mejor conozco. También Adela trabajaba en la panadería para que sus seis hijos jareños pudieran estudiar y llegar a ser personas formadas. También Piedad sacó viuda adelante a sus cuatro hijos con su esfuerzo diario. También Amparo educó y enseñó a sus hijos con su ejemplo hasta que, hace unos días, le dimos sepultura. También Luci educó, junto a Luis, a tres hijos maravillosos, aunque tuviese que marchar demasiado joven. También Nati enseñó a su hijo Luis, que era un auténtico travieso en su infancia, la importancia del calor de un brasero llamado 'hogar'. Y también Luci y Quique, que acaban de venir al mundo, tienen junto a ellos a sus madres, a quienes han enseñado una nueva forma de amar sin medida.
Yo no soy padre, ni creo que lo sea nunca, pero sé distinguir ese amor que no tiene más medida que la de la entrega. Ese amor doméstico, sincero, que nunca más vuelve a encontrarse en ningún otro ser terrenal. "Mami", "mamá", "madre". Tres expresiones distintas cargadas todas de un amor que no se compra ni se vende, que nada tiene que envidiar a los amores terrenales que nos ofrecen como de baratería, que solo sirve para dar hasta agotarse. El llamado 'Día de la Madre' no es una convención de una gran superficie, aunque tenga un día dedicado al año que esas superficies han impuesto. Ese día debe ser cada día. ¡Ni siquiera todos los días! Cada día. Porque en lo cotidiano de vivir es donde se valoran esos detalles que se marchitan y se valoran cuando alguien ya no está.
"Mamá" es una estación que siempre está en el camino. La patria de la infancia. La serenidad de la juventud. La compañía en la edad adulta. La llame como la llame, siempre será ella. Y nadie podrá nunca igualar lo que ella me ha dado. La vida —en el más amplio sentido— solo la da quien tiene capacidad para entregarla. Y ella lo ha tenido. Por eso, a ti, madre, y a todas las del mundo, ¡muchas felicidades y muchas gracias!