Atravesamos unos tiempos en el que los mandamases y otra gente con poder han decidido que la vida en los pueblos -al menos en España- debe ser promocionada. Ignoro los motivos, doy mi palabra que esa ignorancia que confieso es real y verdadera.
La verdad es que me gustaría conocer el motivo del entusiasmo de esta gente con poder por la vida rural. Tampoco lamento tal entusiasmo.
Más de una vez confesé en esta columna que proteger y cuidar de la vida de los llamados pueblos debe ser promocionada o al menos no obstaculizada. Lo mismo aquí en España como en Senegal o la Conchinchina. Me parece que los motivos son evidentes y no vale la pena insistir en explicarlos una vez más, para mi se trata de un futuro para la sociedad. Ocurre no obstante, que objetivamente las condiciones de vida de unos lugares u otros no son las mismas. Quizá no se trate de algo agradable, pero es muy real, a pesar de reconocer que la vida en una ciudad o en un pueblo tiene pros y contras en cada uno de los lugares.
Para empezar está la cuestión de la comunicación; en los llamados pueblos, al menos en nuestros pueblos, la vida depende en exceso de la voluntad, el capricho o el rendimiento económico del negocio de las comunicaciones. No digo que tal cosa esté bien o mal, solo afirmó que es así. No soy quien para aconsejar nada a nadie, sólo creo que un asunto como éste no debería ser tan importante ni un obstáculo para para plantear una «vida normal» en las comunicaciones que conocemos como «pueblos».
Para empezar a tratar este embrollo hay que señalar que los llamados «pueblos», por lo menos en los nuestros, dependen excesivamente de la voluntad, el capricho o la búsqueda del rendimiento económico del negocio del transporte. Seguro que tal cosa es muy legal y cierta pero no deja de ser triste.
Es muy triste que la voluntad individual en una democracia como pretende ser la española dependa del cartel de horarios establecidos, aunque no existe otra opción.