De los doce, hay dos meses que riman con tedio, apatía y desgana: septiembre y su amigo enero. Septiembre es vuelta, incluso si no te has ido: al cole, al trabajo, a madrugar, a la rutina que es bendita cuando aparece un escollo en el camino y la rompe sin aviso, pero, aburrida y eterna, si todo está en orden. Septiembre es calzarse unos stilettos después de caminar descalza por la playa.
Pero tiene su aquel, esa parte de volver a empezar, de posible cambio; exacto, como enero. Por eso, tantos sentimos que los años empiezan ahora y no el primero del primero, sobre todo, quienes nos regimos por cursos. Y ahí están los protagonistas del hostil septiembre: los estudiantes, lo sean con más o menos fortuna, tengan tres o veintitrés años. Ellos sí tienen una nueva oportunidad.
En este arranque, por mucho que hayan pasado once años de aquel otro septiembre, tengo muy presente a una de esas personitas que un día se sentaba en una mesa y silla verdes, me escuchaba con atención y, sobre todo, le ponía ilusión a todo lo que hacía. Primera fila, tanto ese curso como tres después; sonrisa perenne, discurso fluido, casi verborrea, ideas claras, mucho. Un chico normal, de una familia normal, implicada y preocupada, que iba al instituto de su pueblo, un centro normal. Y de ahí, de esa absoluta normalidad, nace la excelencia, pateando discursos y posturas elitistas, demostrando que la pasión y la constancia son las mejores aliadas del único éxito verdaderamente importante, el personal. Cuatro años compartimos destino, dos en el aula, siempre llamándome profe. Yo sabía que era bueno, él decía que era mi preferido. Ambos partimos de ese instituto para empezar nuevos caminos. Estudió Bioquímica, en su tierra, en la UCLM, después, hizo un máster de Neurociencia en la Complutense. Vas hablando con él, sabiendo que todo marcha, va cumpliendo sueños. Ves sus fotos con bata blanca y microscopio, lees que está haciendo publicaciones científicas sobre lesión medular, te pica el orgullo de haberle inspirado algún verbo, quién sabe, y un día cualquiera, en pleno verano, ves su nombre en la prensa: Alejandro Arriero Cabañero consigue una beca de la Fundación Wings for Life que le permitirá realizar una tesis doctoral en el laboratorio de Regeneración Neuronal del Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo.
Alejandro es la cara bonita de septiembre. Es ejemplo de que lo más grande, quién sabe cómo de grande, nace de alguien con una pasión y un entusiasmo extraordinarios. Enhorabuena, mi eterno y admirado alumno.