Kintsugi es la técnica japonesa empleada para reparar fracturas en cacharros de cerámica. En vez de tirarlos a la basura y sustituirlos por otros nuevos y brillantes, se cierran las cicatrices con una resina mezclada con polvo fino de oro. Quedan marcadas las cicatrices, porque las roturas y reparaciones representan algo fundamental en la historia de la vasija; deben mostrarse en lugar de ocultarse, resaltarse y hacerse evidentes. Porque forman parte ya del propio objeto, de su vida, de sus vicisitudes. El objeto es más bello y valioso porque ha vivido. Ha sufrido. Y las cicatrices cuentan su historia.
Siempre he contemplado el Puente Viejo de Talavera como la pieza con más personalidad del patrimonio de la ciudad. Su simbolismo va más allá de cruzar el Tajo, perderse entre las islas de sauces y álamos, y conducir hasta la tierra más libre y bella que conozco: la Jara y las barrancas en que se desploma hasta el Tajo entre coscojas y miradas furtivas de linces, lobos y perdiceras. Desde pequeño he observado sus cicatrices, las cepas clavadas en la arena, las vigas de acero atando el vacío entre ellas allá por los setenta y ochenta. Pilastras de un puente cien veces volteado, remendadas por el cielo de oro de Talavera reflejado en las amanecidas de Los Arenales, cosido por alas de aviones y vencejos, y las golondrinas suicidas de las tormentas de abril. A veces, cuando robaron los cables de la luz hace unos años, iba a él de madrugada a escuchar la noche y las estrellas en el tiempo de los ruiseñores. Los jabalíes hozaban y los miracielos vigilaban. La ciudad dormía y el río pasaba y me contaba su historia.
Estos días he acabado cansado del entretenedero para simples de lo de si romano o no. Cansado de puristas. Muestras la luna y te miran el dedo. Difícil explicar a quien sólo ve a dos palmos de sus narices. Aquí no hemos reconstruido de nueva planta, no hemos repristinado nada. Lo que tenemos es de verdad, con sus cicatrices, con los navajazos del paso del tiempo y la desidia; pero sí, ahí están los templos y el foro de Caesarobriga, a tres metros bajo el suelo, y los mosaicos de teselas velados a los mortales. Algún día cuando recuperemos nuestra dignidad como ciudad seremos capaces de sacarlo y enorgullecernos. Y tenemos nuestro puente y nuestro Tajo, con los poemas de Benito de Lucas a su casilla y a su río, con los botellines del Kiosko, con las espumas de la presilla, con los martinetes graznando a la anochecida, con los barbos asfixiados en julio boqueando en un río varado, metáfora de una ciudad a la que nos resistimos a dejar de querer.
El Puente Viejo es parte de la identidad de Talavera. Quizá porque es un puente sin pedigrí, hijo del aluvión, de la mezcla, de la supervivencia. Como los talaveranos. Cien veces nos han tumbado, ninguneado, ignorado, despreciado. Pero cien veces nos hemos levantado. Y nos levantaremos. No importa de cuándo o de quién sea. Sino lo que es. El Puente Viejo es más bello e infinitamente valioso porque ha vivido. Ha sufrido. Y las cicatrices cuentan su historia, como las cicatrices de cada uno de nosotros nos muestran el camino que nos ha conducido hasta lo que somos.
Esta mañana los aviones comunes buscaban sus nidos perdidos. Así lo miramos todos estos días. Buscamos algo perdido. Sus cicatrices, sus vacíos de oro, son los vacíos de Talavera. Todos, en nuestro interior, lo sabemos. Y por eso lo queremos. Hay veces que un puente es mucho más que algo que cruza un río.