La semana pasada tuve la oportunidad de volver a comprobarlo. Nuestros pueblos, al menos los de la Sierra Norte de Guadalajara, siguen vacíos – ahora menos por la vuelta a casa de sus hijos emigrados –, pero están más cuidados. Ha mejorado su fachada. Se han reformado las viviendas, sus calles están todas pavimentadas, tienen un alumbrado público decente, pero siguen vacíos, salvo en esta época del año.
A la entrada de La Olmeda de Jadraque, pueblo que vigila el valle y las salinas que dieron riqueza a la comarca desde lo alto, hay un acogedor lugar de descanso, con sus bancos de piedra y un bonito mirador. A los lados de la calle principal, algunos vecinos empiezan a moverse sin prisas entre las sombras de las parras.
Las calles empedradas de Palazuelos – pueblo amurallado – o la entrada de Carabias – con una espectacular iglesia románica – dan fe de un pasado del que ya solo queda el viejo decorado. A primeras horas de la mañana, mientras recorro esos parajes solitarios, me pregunto que hubiera sido de ellos, si los servicios de los que ahora disponen no hubieran llegado tan tarde.
El problema de la España rural despoblada y abandonada – vacía o vaciada son términos prefabricados – tiene difícil solución, por mucho que algunos políticos urbanitas hagan demagogia y se empeñen en decir lo contrario. Sus discursos chocan con la pura y dura realidad de un abandono irrecuperable. No quieren ver la dura soledad de unos núcleos rurales que perdieron el futuro, curiosamente, con la mecanización de las tareas del campo.
El abuelo que camina con los hombros caídos sobre un bastón hecho por él a mano, cerca de la plaza de Alboreca; el matrimonio que regresa, como todos los veranos, a disfrutar de los escenarios de su infancia en Alcuneza; los chavales que juegan al frontón en la plaza de Cubillas del Pinar, o esa familia madrileña que se reúne en su pueblo, Bujarrabal, como todos los veranos, tienen asumido que la recuperación es inviable. Y que todo ese discurso político deviene en propaganda.
Los pueblos de la comarca seguntina, que me encanta recorrer cada verano, son bonitas fachadas, decorados preciosos, de una película en blanco y negro que algunos pretenden colorear ahora con actores importados. En la soledad de las callejuelas de cualquier núcleo poblacional de la comarca – desde Pelegrina a La Cabrera, desde Ures a Pozancos o desde Barbatona hasta Estriégana – es difícil vislumbrar horizontes de esperanza. Los nietos y biznietos de quienes abandonaron el arado, son los únicos que ponen un paréntesis veraniego y una nota de color a la tristeza que los envuelve durante todo el año.
Me hace mucha gracia escuchar esa tontería de quienes confunden el paisaje desértico de la España rural con una postal o un bonito fondo para un selfi, cuando dicen: ¡Qué bien se vive ahora en los pueblos! Pues, claro que se vive mejor que antes, pero como también se vive mejor en las grandes ciudades.
Si así fuera de bonito el panorama de la España abandonada, ¿qué sentido tiene proponer desgravaciones fiscales y otros incentivos para repoblarla?
De momento, tenemos, eso sí, los decorados.