Cuando Felipe González ganó por mayoría absoluta las elecciones el 28 de octubre de 1982 y le preguntaron por las prioridades del primer gobierno socialista de la democracia, contestó: que España funcione. Así de sencillo. Y ese objetivo, aparentemente genérico y un tanto utópico, mal que bien, se cumplió. La modernización de nuestro país con Felipe González es un hecho incuestionable, así como la homologación de nuestro sistema político con el de las democracias occidentales.
Los avances, aunque llegaron tarde, tiraron por tierra el tópico, alimentado por los franceses, de que el subdesarrollo y la miseria empezaban a este lado de los Pirineos. La España de la Transición se subió al tren del progreso, con la ayuda inestimable de aquella Europa que nos había mirado hasta entonces por encima del hombro. La imagen de nuestro país se desprendía así de tópicos negativos y una nueva España democrática y emprendedora comenzaba a ser la admiración y hasta la envidia de nuestros nuevos socios. Y el rey Juan Carlos – ahora denostado, por méritos propios – era nuestro mejor embajador en el mundo mundial.
Desgraciadamente, hoy no podemos decir lo mismo. Aquella admiración ha ido perdiendo fuerza y vigencia en los últimos años. Y lo peor de todo es que a esta paulatina degradación vienen colaborando desde hace algún tiempo nuestros actuales dirigentes políticos. Tan ocupados están en aferrarse al poder y en diseñar estrategias para derribar al adversario, que se olvidan de que España está por encima de ellos. En definitiva, que este país tiene que seguir funcionando.
Las continuas averías e incidencias ferroviarias, con todas las matizaciones que quieran hacerse, no pueden ser sólo fruto del azar y de la casualidad, como le gustaría al ministro Óscar Puente. Ni tampoco culpa de Mariano Rajoy – no olvidemos que dejó la presidencia del Gobierno hace ya seis años -, por no invertir lo suficiente en la renovación de esas infraestructuras. En todo caso, tendría que pedirles explicaciones y responsabilidades a sus antecesores, José Luis Ábalos y Raquel Sánchez. Al actual ministro de Transportes se le acaban los argumentos, mientras miles de viajeros se desesperan en las estaciones o encerrados en los vagones.
Óscar Puente parece más dotado para la confrontación y el insulto que para solucionar los problemas del transporte ferroviario. Los datos, como dice un amigo mío, anulan su relato. Reprobado en el Congreso la semana pasada por su «incompetencia en la gestión del sistema ferroviario», con los votos a favor de esa reprobación de ERC, Junts y Podemos, busca chivos expiatorios que no existen.
En medio del caos, Óscar Puente insinúa sabotajes y pide la dimisión de Isabel Díaz Ayuso, se supone que por denunciar y poner en evidencia su incompetencia como ministro. Si España funciona medianamente bien, no será precisamente por el trabajo y el esfuerzo de un ministro que no tiene límites, ni vergüenza. El mayor mérito contraído hasta ahora por el susodicho es intimidar a la oposición, insultar desde las redes sociales y hacer el trabajo sucio que le demanden en Moncloa.
Al titular de Transportes y Movilidad Sostenible ya sólo le falta proclamar que tenemos el mejor servicio de ferrocarriles del mundo, a pesar de Franco. O hacer valer la segunda denominación de su ministerio y atemorizar a sus críticos, apoyado en la barra del bar: «Estos no saben con quién se la están jugando. Sostenme un momento el cubata».