Siempre me obsesionó esto de las generaciones. Recuerdo que en tiempos leí y me marcó, no recuerdo dónde, sería en un libro de Derecho Romano (hablo de aquella época en que se leían libros, no solo resúmenes de apuntes ajenos o refritos de inteligencia artificial; aquel antaño en que reteníamos datos irrelevantes para los exámenes pero importantes para la vida) a cuenta de la posesión y la propiedad, que las generaciones se computaban de 33 en 33 años, la edad de Cristo cuando le hicieron inmortal, por lo que en un siglo encajaban hasta tres generaciones.
Las grandes fortunas, las grandes novelas, siempre han tenido en su horizonte la idea del siglo y sus tres generaciones. La que construye y hace crecer los valores, el carácter y la fortuna; la que los mantiene a duras penas; la que los dilapida irremediablemente. Por eso me saltan las alarmas bioéticas cuando oigo cada dos por tres que si la generación X, los baby boomers, Z, millenials…
Y es que claro, como ahora todo cambia antes de que se consolide, lo cual no sé muy bien si es bueno, resulta que las generaciones se computan en lapsos de entre 15 y 18 años aproximadamente. Por lo que, desde que Abraham fue informado por Yahvé de que su pueblo estaría 400 años como esclavo, para luego acabar de motivarle conque la cuarta generación regresaría a Canaán, el cuento, cuando las generaciones eran de 100 años hasta hoy, ha cambiado ligeramente.
La ausencia de paciencia; no pensar en plantearse objetivos relevantes y honorables, colectivos y compartidos; no pensar para nada en los que vendrán; el aferrarnos como náufragos al día a día, hace que paradójicamente la sensación de generación, de colectividad compartida, se acorte cada vez más, por ser tan complicado articular motivaciones y objetivos generosos que trasciendan más allá de nuestro orondo y sobrealimentado ombligo.
Por eso me apena tanto que ese buscar que algo permanezca con vigor de eterno privilegio, de generación en generación, se esté perdiendo y que seamos incapaces de: ubicar un cuartel de la guardia civil; de celebrar con normalidad, sin exclusiones ni capitalizadores de egos o focos, un día de la mujer, de lucha contra el terrorismo o de la zarzamora, como si las mujeres, las víctimas o las zarzamoras fueran propiedad o moneda de rédito de cualquier pensamiento, sensibilidad o colectivo; que dediquemos media legislatura en salvarle el elitista pellejo a unos pocos y nos tomemos vacaciones cuando hay que arremangarse para aprobar la cuentas de todos… en fin, que seamos discapacitados funcionales y emocionales a la hora de mirar un poco más allá de nuestra ración ideologizada de habichuelas a corto plazo.
Será la edad, pero cada día estoy más convencido de que nuestro gran mal, siempre escoltado por la contumaz ignorancia y la perseverante incompetencia, sigue siendo el trágico egoísmo. Llámenme ingenual, pero quizá estaría bien avanzar de generación en generación y no tanto ser mezquinos egoistenials, empecinados en enfangar el porvenir de degeneración en degeneración.