Trabajemos de lo que trabajemos, siempre debemos llevar la profesionalidad por bandera, pues es esta la que pone sobre el tablero virtudes clave para nuestro progreso moral. Sin embargo, y a pesar de esto, parece ser que nuestro acelerado mundo, su ideología del exitismo y su Homo economicus están tras la progresiva tendencia a trabajar sin vocación, sin compromiso, sin guardar las formas y sin cuidado por la calidad. Más revelador es aún que hayamos llegado hasta el punto de ver, para escándalo de Aristóteles, nuestros trabajos como una herramienta exclusiva de desarrollo personal. «Romo, no te imaginas el grado de narcicismo, hipocresía, desconfianza y competitividad que vivo con frecuencia en el trabajo», me comentaba la semana pasada un amigo, al que llamaremos Felipe. Lo hacía preocupado. Y razón no le faltaba. Esta inquietante pérdida de la profesionalidad en muchas organizaciones destruye el freno que evita que terminemos como Anne Hathaway en El Diablo viste de Prada: el compañerismo. Lo saben bien los leones del Congreso. Así que, si en el lienzo de nuestra anterior tribuna (La incorruptible brújula de la amistad) pudimos retratar una goyesca maja vestida con los atributos de la amistad, hoy lo haremos con su desabrigada versión, plasmando los fundamentos de este elemental concepto.
El compañerismo, al igual que la amistad, no es un término de andar por casa. Si acudimos al DRAE, comprobamos que su andamiaje no se basa en compartir espacio, participar en un grupo de whatsapp o irse de cafés, sino en la «armonía y buena correspondencia entre compañeros». Y, aunque puede ser una puerta a la amistad, alcanza paradójicamente su esplendor con quienes no la traspasan. Si Lavoisier defiende que la energía ni se crea ni se destruye, que solo se transforma, el compañerismo es la energía que fluye cuando habita la compasión: cuando, a diferencia de la amistad, nos entregamos sin la necesidad de amar. Etimológicamente, persona viene del griego prosopón, que significa 'máscara de actor', pues todo individuo guarda un drama tras de sí; de ahí la importancia de ponernos en sus zapatos, sin tramar aquelarres que despellejen reputaciones o proyectos ajenos. Habita el agradecimiento: cuando decimos algo tan simple como un gracias, a pesar de la pereza que pueda producirnos, realizamos el mayor gesto humano. Porque «es de bien nacidos ser agradecidos». Habita la discreción: cuando no solo evitamos convertirnos en charlatanes políticos en la mesa de trabajo, sino también en algebristas del chismorreo. Y, por último, habita la humildad: cuando rechazamos transformarnos en esos exhibicionistas antisocráticos que creen saberlo todo, que se niegan a compartir el reconocimiento, y que lo único que delatan son inseguridades. «Todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille será ensalzado» dice San Lucas. Y sí, tanto dentro como fuera de toda organización, habrá momentos para la hercúlea competición. Porque la vida parte de ser un juego en el que debemos acatar limpiamente las reglas. Ni más, ni menos.
Compañero procede del latín cumpanis, que significa «con el pan». Precisamente, porque el auténtico compañero comparte armoniosamente su hogaza. De ahí el antiquísimo «hacer buenas migas», por la costumbre que tenían los pastores de encontrarse y compartir su plato de migas. Por eso, Hogwarts no puede ser entendida sin su Gran Comedor, de la misma forma que Harry Potter no puede ser concebido sin su lucha por demostrar que un compañero, sea o no de Gryffindor, debe ser la piedra de cuyo golpeo surja la chispa de fuego. «Por sus frutos lo conoceréis» afirmaría San Mateo. Los del verdadero compañero son ofrecernos sus desinteresados servicios sin obligarnos a pagar un peaje ideológico; aplaudir nuestros éxitos, hasta el punto de crear oportunidades para su lucimiento; cuidar con disciplina espartana su compostura; hablarnos con verdad, bondad y utilidad; actuar teniendo en cuenta nuestras emociones; demostrar seguridad, sin recurrir al «quítate tú, que me pongo yo» por miedo a caer en la sombra; entender que somos un laberinto de circunstancias para no caer en (pre)juicios; preferir invisibilización al arte del cacareo; y tener adversarios, que no enemigos. El verdadero compañero nos pule para que afloren piedras preciosas, Steve Jobs dixit.
Mas recuérdese que no todo el monte es orégano, que el mundo posee puntiagudas aristas y que son muchos los desafíos que actualmente trazan un cerco al compañerismo auténtico. Sirva de ilustración como, mientras hoy damos por sabido su concepto, nos obsesionamos con recolectar conocimientos como si fueran setas. Así, no es extraño oír que «somos los mejor preparados de la historia», sin ser conscientes de que afirmar algo así exige, por pura lógica, tener variables. Preparados, ¿para qué? Esa es la cuestión, que analizar la realidad implica concretar. Porque lo que sí es un hecho es que, en muchas ocasiones, prejuzgamos sin descanso; olvidamos la noción de humildad; destruimos el proceso comunicativo hablando antes de escuchar; y confundimos asertividad con grosería, aplomo con prepotencia, ejemplaridad con fama y éxito con la capacidad de arrollar a nuestro semejante. Por eso, es imperativo moral que desechemos este despotismo ilustrado del «todo para el pueblo, pero sin el pueblo» e impulsemos nuestro camino hacia el honor y la virtud. Porque esta histriónica ansia por atraer focos, medallas y trofeos no solo está dejando como secundario el destino de nuestra propia organización, sino el fin de nuestro día a día: servir a la polis. Lo que es preocupante, pues la ciudadanía es deber antes que derecho. Y nuestro deber es hacer del compañerismo el barro que configure nuestra polis. Una polis que nos necesita tiernos, capaces y, sobre todo, hambrientos de compartir destino con lo que fuimos, somos y seremos. Una polis donde, independientemente de nuestras prendas de amistad, todos seamos el prójimo de todos. Una polis que haga creer a entornos como el de Felipe la finalidad de resistir juntos en un desfiladero de las Termópilas. Una polis donde no haya mejor servicio ni mayor bien común que el del compañerismo.