Quien aparece ahí arriba con barba, lleva meses invirtiendo en décimos de lotería. Unos adquiridos de forma deliberada, y otros comprados por aquello de los compromisos que forman la existencia (y supervivencia) social y laboral.
El origen de todos los décimos es diverso, y aparentemente sin conexión. Si los miramos por su anverso, vemos números y guarismos mutados en fríos celadores de esperanzas e ilusiones. Su reverso, muestra un espejo deformado e incompleto de lo que ha sido, y es, nuestra vida. Que si el décimo del curre, el del bar del barrio, el de la peña de fútbol, el de los amigos de la facultad, el de la cofradía, el de los primos, el del puente de la Inmaculada en el pueblo. Y así etc, y etc.
La experiencia que otorga no haber sido agraciado nunca ni con una mísera pedrea, no es óbice para que el autor de la columna reconozca que estos días siente un hormigueo en el estómago. Sobre todo, cuando pasa cerca de una administración de lotería, y contempla carteles que incitan a la compra de un décimo. Leer cebos del tipo '¿y si toca aquí?' provocan un sentimiento irrefrenable de pillar una participación. En ese instante, y de forma simultánea, el cerebro es atacado por otro pensamiento igual de eléctrico que paraliza los músculos y la mente: '¡leches!, ¿y si toca y no llevo?'.
La frase es como un puñetazo en la conciencia y en la cartera. El responsable de la columna se queda pensativo frente al cartel de 'y si toca aquí', y piensa en las consecuencias que conllevaría que esa fuera la Administración agraciada, y no haber comprado una participación. Mentalmente visualiza su triste existencia futura, sabiendo que la fortuna le ha estado tan próxima, pero tan esquiva. Se imagina -durante las semanas posteriores a esa catástrofe-, hablando solo de temas sanitarios. Repitiendo a los mortales que le escuchan piadosamente aquella letanía de 'lo importante es tener buena salud'.
Otra imagen que asalta la cabeza -por no comprar el décimo-, es verse escondido en casa todas las Navidades. Sin contestar el teléfono, el guasap y desenganchado de las redes sociales. Evitando entrar en bares y cafeterías para no coincidir con los que sí atravesaron el pórtico de la gloria de esa administración. Pórtico que abre un abanico inmenso de posibilidades económicas. Entre ellas, ser espléndidos a la hora de regar la ensalada con aceite de oliva virgen durante muchos años.
Querido lector. Como débil mortal que es, quien firma la columna sí compró ese décimo. También un San Pancracio. Por ello, le permitirá compartir con usted la plegaria al Santo: «Oh glorioso San Pancracio, valiente mártir y fiel discípulo de Cristo, te imploramos humildemente en esta hora de necesidad. Tú que has sido reconocido como el santo de la prosperidad y el trabajo, escucha nuestras súplicas». Amén y suerte.
(Las nulas posibilidades para ser agraciado con el Gordo esta semana, amparan la columna de hoy. Confío que su lectura no le haga pensar, respetado lector, que ha perdido el tiempo. Y aún peor: que ha tenido mala suerte al topar con ella).