La actitud chulesca del ministro de Cultura de la coalición Sumar con respecto a las corridas de toros ha puesto en tenguerengue al planeta taurino, que no pasa precisamente por su mejor momento. La supresión del premio nacional de tauromaquia es un aviso de lo que puede venir. Nada extraño la preocupación de las miles y miles de familias que, de un modo u otro, viven "del toro".
Este caballero, Ernest Urtasun Domènech –nieto de un destacado falangista navarro, combatiente por el bando nacional en la Guerra civil española, en la que resultó herido y por lo que obtuvo de Franco la Medalla de Sufrimiento por la Patria y una pensión vitalicia a cargo del Estado, que posiblemente contribuyó a que el nieto estudiara en el Liceo Francés de Barcelona, colegio privado selecto–, es parco en explicaciones cuando actúa, como los antiguos gobernadores franquistas. Y así, en el asunto de los toros, se limita a escudar su fobia, en el tan sobado argumento del maltrato animal, que es al que se agarran todos estos hipócritas, a quienes lo que de verdad ocurre es que detestan España, sus usos y costumbres ancestrales, y actúan con mazo de hierro sin importarles la trascendencia y la gravedad de sus decisiones.
Dejando, pues, los tradicionales argumentos enarbolados por los defensores de la tauromaquia, en especial lo que ésta entraña de ritual artístico, voy a centrar mi defensa en la falsidia hipócrita de los que, como Urtasun, devoren o no carne o se refugien en un vegetarianismo al uso, actúan con una ignorancia supina y un dogmatismo de manual.
Poner fin a las corridas de toros supondría un gravísimo revés para esa especie, acostumbrada a vivir al aire libre, feliz, como la cabrita de Monsieur Seguin, hermosa y fuerte. Veamos cuál sería su destino fuera de las dehesas. Como escribe Harari: "Las vacas lecheras viven, hasta que llega el momento del marronazo, dentro de un pequeño recinto; allí, de pie, se sientan y duermen sobre sus propios orines y excrementos. Reciben su ración de comida, hormonas y medicamentos de un conjunto de máquinas, y son ordeñadas cada pocas horas por otro conjunto de máquinas. La vaca promedio es tratada como poco más que una boca que ingiere materias primas y una ubre que produce una mercancía. Es probable que tratar a animales vivos que poseen un mundo emocional complejo como si fueran máquinas les cause no sólo malestar físico, sino también un gran estrés social y frustración psicológica". Si ése es el destino de las vacas, cuál no sería el de los toros.
Esa es la realidad de los falaces argumentos de quienes ignoran que el exceso de civilización aja las almas, que decía Stendhal, destruye la energía y detiene el progreso del arte. De eso se dieron cuenta los "Urtasuns" del siglo XIX, hastiados de la Revolución Industrial, y que acudieron en masa a España buscando una autenticidad que inexorablemente se apagaba en el norte de Europa. Nada extraño que el citado Stendhal, diga al respecto: "Lo que me encanta de los españoles es la ausencia completa de esa hipocresía que es una constante en el París de 1830. El español es el último prototipo del viejo europeo". Para entonces, obviamente, no había nacido Urtasun ni ninguno de estos mixtificadores, vendedores de humo, que corrompen más y más nuestro hermoso país.
Ni defiendo la corrida (por más que la considere uno de los últimos baluartes de la energía –la vieja virtù–, tan alabada por Barrès, Montherlant o Hemingway), ni la condeno; simplemente la respeto. Lo peor son los "listos", los "cucos" (que decía Pla); los que van de cultos por la vida y tienen más peligro que un viejo florentino renacentista; los que van por la vida "haciendo amigos", los que se venden y te venden por una escudilla de lentejas. Es muy triste el destino del animal hoy día, casi tanto como el del hombre, obligado a soportar la ignominia de los que acostumbran a mentir por sistema.