Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


A contracorriente

27/01/2024

A menudo me pregunto lo que debe de pensar un parlamentario danés, húngaro o griego de lo que viene sucediendo en España desde 2017 acá, y, especialmente durante estos últimos años. Un país que soportó, durante casi tres años, una de las peores guerras civiles que se recuerdan, seguida de una inacabable dictadura fascista de 36 años que a muchos nos pareció eterna; el horror de ver cómo cientos de miles de españoles republicanos de todas las regiones de nuestra península tuvieron que dejar su patria como Antonio Machado, iniciando un calvario sin retorno. El milagro de una regeneración tras la muerte de Franco, con una transición, si no modélica, sí ejemplar, sobre todo por la actitud y el temple demostrados por los líderes de todos los partidos, evitando lo que muchos agoreros se temían: el estallido de una nueva guerra civil que viniera a saldar las cuentas pendientes; tanto más, cuanto que, si por algo se caracteriza el español, es por aquello del «tomo nota», que decía Juncal.
 Tardamos, pero metimos cabeza y, merced a uno de esos personajes excepcionales que, por suerte, surgen en determinadas encrucijadas claves de los pueblos, entramos en agujas, volvimos a coger el tan ansiado tren de la Historia, y fuimos recibidos con todos los honores por Europa, recobrando unos derechos que se nos habían negado, primero por las democracias aterradas por Hitler, y, concluida la Segunda Guerra Mundial, por Estados Unidos y las potencias vencedoras que no sólo nos dejaron sin el plan Marshall, sino también con un régimen como el de Franco.
Y así, cuando después de ímprobas calamidades e ingentes sacrificios logramos salir a flote, con la ayuda –no lo olvidemos– del turismo y de lo aportado por los cientos de miles de emigrantes que trabajaron a destajo en fábricas y granjas de Alemania, Francia, Suiza, etc., justo cuando celebrábamos nuestra puesta de largo en el concierto de las naciones, España de nuevo empezaba a recular a ojos vistas, presa del viejo cainismo denunciado por Machado: "Españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón". 
¿Cuándo se jodió todo?, que diría Mario Vargas Llosa. Las respuestas son  múltiples y variadas. Odios ancestrales, vanidades varias, heridas mal cerradas, el carlismo impenitente, los errores de Franco, la soberbia de los Epulones frente los siempre sumisos Lázaros… Sea como fuere, la clave estuvo en el momento en que, saciados hasta las trancas, los de siempre se sintieron por encima de sus hermanos, y esa diferencia, como ineluctablemente ocurre, generó odio a raudales. Vinieron luego los 'listillos', esos mismos que, encandilados por el toreo de salón practicado por catedráticos en venenos varios y vacuos de experiencia –lo mismo que Carlos Marx, aunque sin obra digna de reseñar–, leyeron, sin asimilar, un par de manuales y salieron a la palestra decididos a hacer su particular sublevación.
  Son estos pseudoprogres que, por no dar, no le habían dado un palo al agua, quienes, renegando de las esencias patrias, empezaron a navegar contracorriente; de tal modo que, mientras el mundo tendía a aglutinarse, como Estados Unidos y Europa, ellos, por ese odio inculcado hacia lo español (convertido, para entonces, en su particular 'judío' por culpa de su inquina y de sus lecturas mal asimiladas), optaron por volver al terruño, a la pequeña patria, que decía Josep Plá, y a la secesión. 
Acaso faltó a Felipe González la agudeza de marcar un destino común u objetivo, algo ilusionante que uniera a los diferentes pueblos de España. No sólo no lo hizo, sino que cometió un error trascendental: ceder las competencias educativas, y ahí, con perdón, la cagó. Lo que vemos, personajes como Puigdemont, Sánchez, Iglesias o este curioso ministro de Cultura, Ernest Urtasun –llamado a aportarnos tardes de gloria–, gentes con tanta ambición y vanidad como faltos de experiencia y humildad son el trágico resultado de un cúmulo de errores que confiemos en que no tengamos que pagar a escote.