Con el frigo rebosante aguardamos, en unas horas, el nacimiento del niño Dios, y, como en 1819, recién ideado el sublime villancico por el sacerdote austriaco Joseph Mohr, nos dispondremos a cantar la magia de la «noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor», con las estrellas titilantes, como el champán, chispeando por doquier. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta dónde el cinismo de una civilización desvergonzada que acostumbra a ponerse de lado cada vez que tendría que dar la cara con gallardía y honestidad?
El pasado año era Ucrania la que ardía; pero éste año, es Gaza quien sufre un auténtico genocidio por parte de quienes siempre se quejaron de pogromos, exterminios y holocaustos. De nuevo el voraz Herodes se encarnó en Netanyahu y, como los viejos romanos con Cartago, no parece dispuesto a concluir su venganza más que cuando extermine a todos los palestinos de la Franja de Gaza, labre la tierra impura y la cubra de sal. Y, como Herodes el Grande, la especialidad de este luctuoso judío, son los niños, las criaturas indefensas, o dicho de otro modo, los inocentes. Son más de siete mil, del total de los veinte mil palestinos asesinados de una forma atroz, sin olvidar los cincuenta mil heridos y mutilados. Se trata de una masacre televisada hasta la saciedad. Esta nueva técnica de cañonear los edificios, con sus inquilinos dentro, hasta demolerlos es propio de civilizaciones con un altísimo grado de degeneración y de crueldad rayana en lo infernal. Arrasar escuelas y hospitales con el pretexto de que debajo anidan los terroristas de Hamás; destrozar hasta convertirlos en una masa de cascotes bloques enteros de inmuebles porque por allí residía un miembro de Hamás; ametrallar mujeres, ancianos y niños porque entre ellos puede haber un terrorista de Hamás; disparar, incluso, contra una decena de los suyos, desnudos de cintura para arriba y portando una bandera blanca, por si se trataba de terroristas de Hamás, es algo monstruoso, propio de gente desprovista de alma y de piedad, nutrida a base de odio y más allá de lo humanamente imaginable.
Pero tan homicidas son los que apoyan semejante barbarie, los consentidores, los que se ponen la venda y cantan 'noche de paz' en los templos de todas las ciudades "civilizadas", en las casas de todas las familias unidas en torno al pavo, en el Vaticano, so pretexto de implorar a Dios que resuelva algo que es de la plena incumbencia de los hombres. El exterminio sistemático –provocado, no lo olvidemos, por la matanza previa, en otra noche de horror, de los asesinos de Hamás, asesinando, a la japonesa, a 1.200 judíos, y llevándose consigo a un par de centenares de rehenes– ha alcanzado tal grado de virulencia que, como saben ustedes, a instancias de la condena sin paliativos del Secretario General de la ONU, el valeroso Antonio Guterres, que no tiene pelos en la lengua a la hora de hablar, ha puesto en movimiento a todas las cancillerías del planeta, por lo que la canallada representa de puro escarnio para la raza humana. Pero, por dos veces, Estados Unidos, haciendo uso de un vergonzante derecho al veto –¡qué lejos queda aquel instante, no menos ignominioso e infame, en que Bush colaba la gran mentira de las armas de destrucción masiva de Sadam Husein!–, impedía, con peregrinos argumentos, la prolongación del alto el fuego.
Y así estamos, y así seguimos, con la impotencia a cuestas y el horror montado a coscoletas sobre los hombros de los seres de buena voluntad que no entienden qué clase de poder tiene el 'lobby' judío en Estados Unidos, para hacer que su presidente, próximo a rendir cuentas ante Dios, asuma tan inaudito trágala, donde ha quedado fotografiado como con escaner.