El aroma a Semana Santa inunda ya todas las calles, esquinas, y ermitas del pueblo. Una atmósfera perfumada que revienta, con toda su esencia e intensidad, en el Paseo del Cristo. Un elixir sofisticado, pero a la vez humilde, al alcance de todas las pituitarias, sensibilidades y credos. Sin envase de bohemia, derrama como un vino generoso todas sus tonalidades de primavera, sin facturas ni recibos. Una fragancia con aires de paz y hermandad. También de júbilo y recogimiento. Una brisa sanadora en estos tiempos de convulsión y desasosiego, que sopla limpia y reparadora sobre los pensamientos más oscuros y pestilentes.
Estos días son, más que nunca, tiempo de compartir, de hermanar y de aflorar sentimientos. De religión, tradición y de espiritualidad. También de recuerdos y de ilusiones perdidas ahogadas en el pozo de la memoria. Imágenes olvidadas -pero renovadas y evocadoras-, en esta semana de pasión que nadie es capaz de obviar.
Sentir y respirar ese aroma, es sentir y respirar con arraigo estos días. Es vivir y reconocer con intensidad -y sin medias tintas-, el pueblo que abriga su Semana Santa con fidelidad y devoción religiosa. Un olfatorio con esencia embriagadora, costumbrista y familiar. En ocasiones olvidadas y perdidas, pero reencontradas estos días. Año tras año.
Son jornadas de ayuno, torrijas, bacalao y potajes. De capas, faroles, túnicas, capirotes y ropa por estrenar para que no se caigan las manos. De trajín en las casas, bulla en los bares y recogimiento personal. De abrazos y reencuentros. De soledad, alegría, gozo, llanto y miradas internas. De esfuerzo, sufrimiento y recompensa al final de la procesión. De sudor, entrega desmedida, y lágrimas desbordadas por la emoción. De playas abarrotadas, restaurantes repletos, y aceras inundadas de turistas. De incienso y reggaetón. De vermuts y vino consagrado.
Es semana de todos y para todos, sin excepciones ni matices. Semana morada, negra y blanca, roja y granate con estigmas de azafrán. Todos los colores del pueblo bajo un mismo aroma. El que llena, se inhala, y da gozo. Tanto, como los arroyos corriendo primorosos con su agua de primavera.
Horas de cornetas que rasgan el aire. De labios partidos y pulmones jadeantes, por mezclar sus doloridas notas con el frescor de las primeras horas del día. Instantes con el rufar de cajas y tambores, que rivalizan con anarquía milimétrica en cada golpe de palillo para marcar cada tonalidad, y cada paso, en el aire.
Evaporar esa aroma sería un error. Bajo la fumigación del olvido se perderían religiosidad, fe y esperanza. También recuerdos, tradición y vínculos familiares. Incluso los que se tapan la nariz estos días para no inhalarlo -con o sin respeto-, echarían de menos este aroma. El de nuestra Semana Santa que también es la suya, porque es de todos.
Ojalá este perfume que hoy nos embriaga -fresco, primaveral y purificador-, pudiera envasarse. Todas las mañanas, unas gotas de esa fragancia, evocarían lo que somos. También, la responsabilidad para que ese frasco de las esencias, y del aroma de estos días, no se rompiera nunca.