«¡Qué se acerque él, no vaya a pensar que me gusta o algo!»; «¿Cuatro horas ha tardado en contestarme? Hasta mañana no pienso escribirle»; «No lo conozco, solo nos hemos acostado»: son testimonios que en su día recogió Carmen Posadas para denunciar esta época de lo light, donde se busca mantener el sabor de lo tradicional eliminando sus peligros, también en el amor. ¿Amor? ¿Qué es eso cuando hoy el sexo se ha desligado del mismo con la garantía de no poner en riesgo nuestros sentimientos? ¿cuando manifestar lo que sientes por una persona es más íntimo que acostarse con ella? Digamos que, tras Mayo del 68 y el movimiento hippie, el posmodernismo eclosiona vinculado al individualismo expresivo y relativismo moral, sobredimensionando nuestra libertad negativa («ser libre para que nadie nos oprima»), a expensas de la positiva («ser libre para comprometernos»). De esta forma, surge la cultura de las opciones abiertas, que nos dice que no nos pongamos demasiados sentimentales ni nos aferremos a nadie, puesto que todo está sometido a cambio; y, por supuesto, que no nos sorprendamos cuando otros lo hagan: «No sé qué hacer, mi chico quiere llevarme a casa de sus padres, ¿qué se habrá creído? A ver si resulta que esto va más en serio de lo que conviene…». Bajo esta papilla existencial, el amor ha mutado en artículo de consumo, prometiendo soluciones rápidas, satisfacción instantánea y garantía de devolución del importe si no estamos contentos; y haciendo que, toda interacción pase a ser buscada por las categorías belleza e intensidad sexual y todo compromiso a ser una atadura. Nunca hemos tenido tantas opciones para comunicarnos, cierto. Pero nunca nuestras relaciones han sido tan insustanciales. Es la era del amor descafeinado, sin calorías…también denominada modernidad líquida por el filósofo Bauman, una era donde uno se ha fundido y no encuentra la forma de volver a ser sólido.
Lejos quedó el amor romántico hollywoodense basado en entrar en el castillo y derrotar a los dragones. Si antes, cuando conocíamos a una persona, el miedo era a terminar; hoy es a empezar. Hoy entramos al castillo, como siempre, pero salimos en cuanto los monstruos se asoman. Y no, no hablo de los típicos dragones de película, sino de dragones que vienen en forma de nuestros miedos: miedo a perder nuestra libertad negativa, pero, sobre todo, a perdernos algo mejor. Es cierto que seguimos anhelando el compromiso, pero no queremos renunciar a ser turistas, a ir de castillo en castillo… porque, en palabras de la cantante Kesha, debemos aprovechar la noche al máximo como si fuéramos a morir jóvenes. Ghosting, Love bombing, Breadcrumbing…da lo mismo, nuestra época bien podría titularse «Te deseo mucho, te consigo rápido y te dejo de querer pronto». Nos metemos en un castillo bajo esa idea de amor romántico; pero si el mismo nos parece defectuoso o no nos convence del todo, nos vamos a por otro que esperamos que sea más satisfactorio. Vamos, que de puente a puente y tiro porque me lleva la corriente. Lo peor es que ni, aunque ese castillo cumpla con nuestras expectativas, permaneceremos en él mucho tiempo; con cada uso, perderá su pátina de novedad, y, más tarde o temprano, se asomarán los dragones. Ahí, será cuando la cosa se ponga seria, las cosquillas desaparezcan y creamos haber llegado al final; que lo mejor es abandonarlo y empezar a buscar emociones fuertes en otro castillo: «El amor debe ser otra cosa». Así es la paradójica maquinaria de las opciones abiertas: necesitamos amor, pero cuando lo tenemos nos supone una carga… ¡pero seguimos buscando amor! Fascinante.
Pero ocurre que esta maquinaria, además de ser perturbadora para uno mismo y los demás, es un completo sinsentido. Nunca traerá nunca compromiso alguno. A pesar de la aparente libertad, flexibilidad y novedad que nos pueda dar el turismo de castillos, debe llegar el momento en el que parar para reflexionar. Y les explico por qué. Primero, a más turismo menos satisfacción: arrastrarnos por la novedad hará que siempre estemos preguntándonos si hay alguien mejor esperándonos a la vuelta de la esquina. Segundo, a más turismo menos profundidad: querer todo, y querer estar en todas partes, no solo nos impedirá disfrutar en plenitud de la persona con la que nos encontremos, también nos hará posicionar las cualidades superficiales como protagonistas del relato; por eso, hoy es tan fácil que cualquier persona sea intercambiable y reemplazable. Y tercero, a más turismo menos orientación: perder profundidad hará que ni nos replanteemos a qué aspiramos, en qué creemos, con qué estamos satisfechos y cómo podemos ordenar moralmente nuestra vida. Lo más peculiar de la cultura de opciones abiertas son sus contradicciones. Tan pronto nos hace buscar un amor para toda la vida como la continua renovación. Querer libertad de opciones ilimitadas, pero también exclusividad. Ausencia de monsergas morales, pero también compromisos auténticos. Algo nuevo e interesante cada día, pero también conversaciones profundas. Sin embargo, si para Aristóteles la virtud es el arte de equilibrar los extremos, la clave no pasa por encerrarnos en un castillo para toda la vida ni licuarnos en un turismo de castillos, sino por consagrarnos a un castillo, sin pensar en el futuro. Simplemente eso. Porque lo que convierte una relación en auténtica no es su duración, sino su implicación.
Llamativo es, cuando menos, que hayamos pasado históricamente de un extremo a otro, de un compromiso forzado donde las opciones eran limitadas y el sexo un tabú…a un turismo líquido donde las opciones son tan amplias como la arena del mar y el sexo es enarbolado en cualquiera de sus modalidades. Un turismo líquido que, al considerar que amar es un desequilibrio mental y follar una alineación astral, sustituye la ética del honor por la de la indiferencia, hasta reducir a la persona a objeto. Así, hoy priman los rolletes de una noche que te preguntan «¿En tu casa o en la mía?» antes de conocer tu nombre. También las conexiones de follaamigos, los casi algo y las relaciones de bolsillo, que, como los rolletes, vienen a suplir la soledad desaforada que hoy nos asola con la excusa de quitar telarañas. La única diferencia es que estas últimas tres conexiones son más intensas -puedes recibir corazoncitos en Whatsapp o un «Te quiero»-, pero igual de pobres en cuanto a compromiso y profundidad. En ellas prima la filosofía del «dejarse fluir» y no estropear todo con una relación. Así que, aquí no esperes un «¿Sabes qué? Me la juego contigo», sino un «Es que no es mi momento», «Es que estoy centrado en mi trabajo», «Es que salgo de una relación». Y todos esos clichés infumables que, como diría un cínico griego, son excusas para llevarse el polvo y dejar el mueble. En cuanto a los matrimonios, ¿qué decir? Los que, afortunadamente, sobreviven sin ser asfixiantes, disfrutando del compromiso, la intimidad y la pasión entre la libertad de sus sábanas… parecen estar condenados a extinguirse como un mamut o un urogallo cantábrico. Es tal la centralización del sexo que hay psicólogos, desconocedores de la psicología moral, afirmando que amar más de dos años aburre y que, por ello, debemos buscar nuevos estímulos; en definitiva, otros lechos; de ahí el incremento de cuernos, cuando no de parejas abiertas.
Pero, no nos confundamos. Por mucho que se quiera vender esto como progreso, no es amor. Tal vez todas estas interacciones nos den, como a Christian Grey, autoestima, pero no autorrespeto. Y solo hay amor cuando una relación se nutre de ambas. Y solo se nutre de ambas cuando cada uno de los componentes de esa pareja, ese equipo, se ha enfrentado previamente a sus miedos. Como dice Platón: «No existe hombre tan cobarde como para que el amor no pueda hacerlo valiente y transformarlo en héroe»; en nuestro caso, en cazador de dragones. Alguien que haya pensado exclusivamente en tu castillo, sin imaginar en lo que pierde o renuncia estando en el mismo. Que haya creído que la única esclavitud posible no es el compromiso, sino vivir con miedos. Que haya sabido que lo importante no es lo que hay, ni de dónde se viene, sino lo que puede llegar a crear con la otra persona, porque sabe que las parejas ideales no se encuentran, se construyen: sabiendo cada uno quién es, en qué cree y qué es valioso para él. Esto es un cazador de dragones, alguien capaz de imponerse a su pasado, a sus ganas de fugarse y a sus «así soy yo» para plegarse a pleno corazón a la persona y al momento. Punto.
Resulta desolador ver a jóvenes incapaces de ser lo suficientemente sólidos para comprometerse con una pareja, saltando de un lugar a otro en busca de la estrella más brillante y negándose a cualquier acción que los cierre nuevos castillos. Aunque más desolador es aún que no nos hayamos dado cuenta de que vivir como un mono de culo rojo, cambiando efusivamente de amantes, y evitando a toda costa que uno nos esclavice, no nos está trayendo felicidad, sino un sinfín de desarreglos psicológicos -traumas, inseguridades…-; así como la condena a un futuro solitario, desesperanzado y dolido. Vamos, que hacer del compromiso un factor de riesgo para la libertad, del amor romántico una patología propia de los Bridgerton y de la pareja un preludio del aburrimiento, solo nos está llevando a que nuestra única aspiración sea chupar «la cabeza de tres gambas con arsénico». Ese es el margen vital que nos está quedando al no detenernos para pensar en los estragos que nos puede ocasionar la cultura de las opciones abiertas. No hay más que ver Élite en Netflix, una historia de chavales autodestruidos y tontamente sexualizados que, lejos de comprometerse con sus relaciones, hacen turismo de castillos en medio de la opulencia consumista. Afortunadamente, la evolución moral del sapiens es maravillosa y ha surgido un movimiento contrahegemónico capitaneado por personas que se niegan a ser indiferentes. Jóvenes y menos jóvenes que rechazan ser tutelados por los tentáculos de esta cultura para escoger la virtud aristotélica: la valentía de elegir un castillo en el que adentrarse. Cierto, ignoran como les irá. Nadie puede garantizarlos que quien hoy dice que los quiere mañana no se marche, o que lo que tarden en construir no vaya a esfumarse. Pero son conscientes de aquello que dijo Napoleón: «Si empiezas a conquistar Viena, conquista Viena»; y que esto no va de un pacto irreversible con un castillo, sino con entregarse en cuerpo y alma a él. Porque saben que la clave, ayer como hoy, es la máxima del cristianismo: consagrar el mundo reconociendo que una vida verdadera es la que se compromete con el prójimo. Por eso, tal vez la próxima vez que debamos encarar este mundo de lo light que solo entiende de poliamor, acrobacias de cama y tinderización de afectos, debamos mirar de una manera que quizá no hayamos realizado antes: buscando por la categoría «Se quién soy y sé qué quiero». Porque, estimado lector, no solo son las amenazas de bomba las que deben mantenernos despiertos por la noche. También lo son los dragones sin cazar.