Después de varias reformas agrarias, a cual más compleja, el campo ha decidido poner pie en pared en la misma Plaza de Luxemburgo, frente al Parlamento de Europa en Bruselas, y alzar su voz para derribar -con las vibraciones del motor de los tractores, pero también de la palabra-, el muro hormigonado por tecnócratas y arquitectos de una enrevesada Política Agraria Común (PAC), cada vez más liberal, y por tanto alejada del principio fundacional de la soberanía alimentaria.
Las protestas -no parece que espontáneas- pero fraguadas en el desencanto primario de los grandes países agrícolas, han ido agitando la marea que las organizaciones profesionales más representativas intentan canalizar frente al arrastre de plataformas o grupos anónimos que han viralizado los llamamientos a la rebelión. Hay una lucha nerviosa por no perder espacio sindical y el control de la interlocución como se verá esta semana en las diferentes tractoradas anunciadas.
El asalto a París, con hileras de tractores circundando la capital, ha sido una gesta de gran simbolismo contra la que ninguna instancia administrativa podía quedar impasible. Los ánimos estaban demasiado caldeados -como pudieron comprobar los conductores españoles obligados a derramar sus cargas-, y las protestas auguraban un mal final si nadie rebajaba la inflamación.
Para ello había que construir un relato, aunque este fuera falaz, y lo fácil fue agarrarse al recurso de siempre: la supuesta competencia desleal del vecino más próximo, España, para alinearse con las posiciones más radicales y sofocar las llamas de las barricadas, cada vez más cerca del Elíseo.
La ocurrencia de plantear ante la Asamblea Nacional una "excepción agrícola francesa" en medio de mercado común, formaba parte del guión agitador que, de tener los ojos vendados, cualquiera hubiera pensado que venía más de las filas del partido de Le Pen que del gobierno de Macron.
Y ese es el peligro que se abre en la delicada gestión política de esta crisis, a cuatro meses de las elecciones al Parlamento Europeo. Porque ninguno quiere darse por aludido; al fin y al cabo, cuando se cuestiona esta PAC, burocráticamente retorcida, recuerdan que trabajan al dictado de Bruselas, aunque haya sido refrendada por todos los presidentes.
Pero no conviene perder la perspectiva. La PAC es necesaria y obligatoria para no naufragar en los mares de la globalización. Y Bruselas debe virar el rumbo para reescribir las normas que obstruyen el derecho a producir. Ningún beneficiario es contrario a preservar el medioambiente porque su vida depende de ello, pero desde fórmulas compatibles y equilibradas.
Y no engañarse. La solución no parece que esté en blindar las fronteras ni las aduanas; sí en controlar los contingentes acordados y posiblemente revisar algunas condiciones de reciprocidad en los grandes intercambios.
Aunque lo más realista es no recortar más una PAC que desde las primeras reformas siempre perdió presupuesto. Si queremos disponer de alimentos a un precio asequible que blinde la rentabilidad de quienes los producen, el camino quizás más garantista sea incrementar las subvenciones y rediseñar su reparto, y más si ahora se negocia la integración de Ucrania como socio. Al fin y al cabo, cada ayuda tiene reflejo en el ticket de la compra y en la conservación del medioambiente. Y eso, el consumidor no lo sabe.