El alumbramiento de esta columna se cobija en el gimnasio próximo a mi casa, al que acudo todos los años por estas fechas. Para que usted me sitúe en el arranque de la misma: estoy subido en una bicicleta estática, sedienta de venganza y sudor. Como una guillotina con manillar esperando a María Antonieta.
No he llegado al primer kilómetro y una famélica gota de sudor amenaza mi frente. Me hago la promesa de no bajarme del sillín hasta cumplir una hora. De forma simultánea, visualizo las primeras líneas de esta columna a la que decido titular «Buenos Propósitos».
Levanto ligeramente la cabeza y clavo la mirada en los otros seres humanos que me flanquean. Tan distintos y a la vez tan simétricos. Con sus toallas alrededor del cuello, y adornados con ropa del Decathlon recién estrenada. Los hay que pedalean alegres y entablan conversaciones sin aparente esfuerzo. No es mi caso. Más bien, todo lo contrario. Mi imagen reflejada en un espejo, me sitúa en la cola del pelotón formado por quienes pagan el peaje de los fantásticos aperitivos, las sobremesas sin fin y las opíparas cenas de este pasado verano.
No han pasado ni tres kilómetros y ya tengo ganas de bajarme del instrumento estático de tortura. Me prometo -consciente de la traición al lector-, no reconocer esta debilidad en esta columna semanal. En su redacción mental choco con el párrafo en el que, un año más, describo la lista de propósitos para ser mejor los próximos doce meses.
El primero lo he cumplido: he pagado la matrícula anual del gym. Con el recibo en la mano me conjuré para dejar claro en esta columna, mi firme intención de ponerme el chándal dos veces por semana, tal y como prometí el año pasado. Esa ropa deportiva, por cierto, está como nueva (interesados, dirigirse al autor por wasap privado).
Al pasar la tarjeta por el lector de pago, recordé la promesa que me hice hace un mes en a la playa, frente a una manzanilla en rama. «De este año no pasa. Tengo que sacarme el título de patrón de embarcaciones de recreo, y hacer un curso de especialista en enología», me dije. A renglón seguido, volví a recordar mi promesa anual de buscar una academia para mejorar mi inglés, sin olvidar otras que me llevan a montar pieza por pieza la maqueta del Juan Sebastián de El Cano, y coleccionar semanalmente las obras completas de Freud y Kafka.
No he llegado al kilómetro cinco y mi frente semeja ya más el Guadiana por Ayamonte, que su paso por Arenas de San Juan. Para animarme, recuerdo una de las lecturas del verano: "De qué hablo cuando hablo de correr", de Haruki Murakami. Decido no hacer spoiler en la columna, pero sí me convido a leer más literatura este invierno, y menos crónicas políticas para no tener pesadillas nocturnas, y no agravar mi hernia de hiato con la realidad del patio nacional.
Me bajo de la bici extenuado, sin confesar los kilómetros recorridos ni bajo amenaza de ser excomulgado. Lo dejo a la imaginación del lector. Como el cumplimiento de los buenos propósitos. Los míos, y los de usted.