Los niños siempre miran hacia arriba. A sus padres, a sus abuelos, a su amigo el alto y a sus primeros sueños. Apuntan con su barbilla al firmamento, y clavan sus inocentes ojos en apasionantes aventuras con final feliz. Elevan su mirada como quien intenta ver el final de un rascacielos, y sueña escalarlo con su imaginación.
De niño, alzar la vista es el primer ejercicio para comprender la poliédrica realidad. Con el tiempo, también para evadirla o vencerla. La boca se abre al mundo y contempla la inmensidad de la bóveda que dará cobijo a los sueños. También a los fracasos y decepciones. El cielo, a esa edad, se conquista jugando en el attrezzo de las nubes.
Hace años, en el Pasaje Sancho Álvarez de la antaño Prima Ab Origen Nostra, muchos niños tuvieron sus primeros sueños al salir de la cercana tienda de chuches. Con la dulce paga masticada en la boca, aquel rincón del centro geodésico se convertía en el escenario perfecto para dejar constancia de sus travesuras. El encalado techo del pasaje, simulaba el blanco firmamento donde colgar los sueños.
Los domingos por la mañana eran, mayormente, el día elegido por la parroquia menuda para experimentar la dulce ignición. La chavalería, cargada de un arsenal de chuches, rivalizaba por una con la forma de un fino palo de cohete de color rojo. Lo hacían guiados no por sus golosas propiedades, sino por su capacidad de elevación y adhesión a la cal.
Tras morder el plástico con el líquido de azúcar, dejaban un culín. Con ese proyectil en la mano, se ubicaban estratégicamente debajo del soportal. Llegado el turno, y con sorprendente coordinación y habilidad, lanzaban sus cohetes de azúcar al cielo para que quedaran pegados en el techo del Pasaje. Una dulce bala disparada con el percutor de sus sueños.
Cada uno lanzaba la suya, al lado de su amigo, como símbolo de incombustible amistad. La golosina se transformaba en un candado de paisanaje en un puente de Paris. Lanzamiento tras lanzamiento, y domingo tras domingo, aquel techo compuso un collage de cientos de luceros rojos de azúcar, adornando e iluminando el pueblo crecido a orillas del Amarguillo. El Pasaje se convirtió en una galería de estalactitas granates en una cueva a cielo abierto, en la inmensidad de la tierra más universal y literaria del mundo.
Aún hoy, quienes se asoman a ese céntrico rincón de la Villa, comprueban la huella de alguno de esos sueños, inmortalizados como estalactitas esculpidas en el corazón manchego. Ese realismo mágico dejó un legado para la historia de los sueños locales. Banksy en arte rural.
Los niños tienen la mala costumbre de crecer. Pero su huella de jóvenes y pirotécnicos artistas pervive. Elevaron al cielo, desde su tierra, inocentes deseos como testimonio de su infancia perdida. Al igual que las azucaradas estalactitas que, con el tiempo, comenzaron a caer olvidadas por el peso de los años. O barridas.
No así los sueños, que aún cuelgan en el Pasaje.