Hace unos días, rumbo a Salamanca, haciendo un alto en el camino –el mismo recorrido por el Lazarillo-, me detuve a visitar el hermoso monasterio de Santo Tomás de Ávila, una de las muchas joyas que guarda la ciudad de Teresa. Un edificio que recuerda el esplendor de la Castilla de los Reyes Católicos, un reino en pleno crecimiento geográfico, demográfico, cultural, económico y político; un monumento que recoge los últimos destellos del gótico y anuncia los albores del Renacimiento. Un espacio que fue lugar de ciencia, albergando una Universidad por la que pasó Melchor de Jovellanos.
Un monasterio –Real Monasterio- con peculiaridades únicas, como sus tres claustros, que nos evocan la magnificencia original de San Juan de los Reyes, perdida durante la invasión francesa de 1808. El tercero, el de Reyes, custodia un interesante y rico museo de arte oriental, fruto de las misiones dominicas, que, en sí mismo, vale la pena conocer. Aunque la mayor maravilla está en la iglesia, de singular belleza, en la que podemos contemplar la rica sillería del coro, con los sitiales de los Reyes Católicos, el espléndido retablo de Pedro Berruguete y, sobre todo, esa obra excepcional que es el sepulcro renacentista del príncipe don Juan, el único hijo varón del regio matrimonio –Fernando tuvo varios fuera del mismo, como el arzobispo don Alonso de Aragón-, primorosa obra renacentista de Domenico Fancelli, una pieza que invita a la contemplación pausada y a la reflexión.
Así hice. Estuve largo tiempo contemplando, fascinado, la belleza que brota del mármol delicadamente labrado, una pirámide truncada sobre la que yace el príncipe, custodiado por grifos en las esquinas, protegido por su patrón san Juan Bautista y la Virgen María, acompañado por las virtudes y todo un despliegue de blasones, guirnaldas y angelotes. Un fraile se me acercó para contarme el triste destino de los restos del príncipe, desperdigados por los franceses.
Triste final para quien fue la gran esperanza de su tiempo y murió prematuramente joven. Juan del Encina, que le había dedicado con motivo de sus bodas la égloga El triunfo del Amor, pondría voz al llanto de las gentes, clamando que "la gran flor de España llevó Dios en flor".
Una muerte que dio lugar a una leyenda romántica, la del "príncipe que murió de amor", aunque más prosaicamente los médicos señalaron que fue debido a los excesos conyugales cometidos tras su boda en 1497 con la archiduquesa Margarita, un matrimonio que duró apenas seis meses. Don Juan había recibido, al igual que sus hermanas, una educación esmerada, y era visto como el sello de la unidad que había fraguado el matrimonio de sus padres. Con su muerte se extinguía la Casa de Trastámara y el futuro del reino iría por nuevos e imprevistos derroteros.
Ante su tumba pensé que distinta hubiera sido nuestra historia de haber reinado Juan III de Castilla y Aragón.