Luis Miguel Romo Castañeda

Tribuna de opinión

Luis Miguel Romo Castañeda


No somos la generación más preparada de la historia

18/09/2024

«La generación más preparada de la historia». ¿Les suena? Este es hoy el incansable mantra de ciertos políticos, mercaderes y gurús posmodernos que afirman la teoría de que la Tierra está compuesta por agua, tierra, oxígeno, manganeso y la mejor de todas las generaciones, la Z; y que, como buenos tamagotchis, están accionados con un botón para llamarte «catastrofista», «hereje» o «apocalíptico» si tienes la osadía de cuestionar la pereza intelectual, autocensura y corrección política que encubren esta soflama. Y digo soflama porque esta teoría está construida sobre la falacia ad novitatem (apelación a la novedad), un argumento que afirma que lo último es mejor por ser nuevo, y que nos lleva a decir que el enunciado exacto de este lema debería ser: «No somos la generación más preparada de la historia, sino la más titulada», que es muy diferente.

Antes de entrar en materia, habría que explicarles a los perpetuos habitantes de los mundos de Yupi y de algún despacho improductivo que no podemos ser la generación más preparada de la historia cuando tenemos una escuela que, pedagógicamente, ha pasado de la corriente mecanicista -mal llamada «clásica»-, que afirma que la realidad se impone y «la letra con sangre entra», a la corriente romántico-idealista -la Nueva Educación-, que defiende que la realidad se construye y «todo es vivencial y subjetivo». Sobre esta última se inspira gran parte de la actual reforma educativa -LOMLOE-, que comparte la finalidad de la corriente romántico-idealista: diluir los conocimientos, la educación en virtudes o el cultivo del carácter para encumbrar la novedad, las emociones, las tabletas, las competencias y los aprendizajes por descubrimiento puro como la flipped classroom (clase invertida). ¿Consecuencias? Estamos perdiendo «atención» a velocidad de rayo ante los informes internacionales de educación (PISA) y el aumento de trastornos por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Estamos trinchando la «memoria» como un pavo de Navidad porque, al ser incapaces de distinguir «información» de «conocimiento», los romántico-idealistas nos dicen que debemos «aprender a buscar información», ya que «hoy todo está en Internet». Estamos llevando la noción de «esfuerzo» al grado de extinción del perrito llanero mexicano, puesto que para la Nueva Educación es incompatible «esforzarse» con «disfrutar»; de ahí que no solamente nos hayan rebajado los estándares y el nivel de los exámenes de la ESO, bachillerato y selectividad, también que nos hayan dicho que «solo podemos aprender mediante pantallas» que mantengan artificialmente nuestra atención. Y estamos sustituyendo la «excelencia» por lo que ideó el padre de la corriente romántico-idealista, Rousseau, el «igualitarismo» que nos garantiza promocionar alegremente con suspensos, porque según nuestro antiguo y filántropo ministro de Universidades, Manuel Castells: «Condenar por un suspenso es elitista». Sin embargo, Rousseau, además de un antiintelectualista empedernido, fue precursor de doctrinas autoritarias: «Cualquiera que se niegue a obedecer a la voluntad general, será obligado a ello por todo el cuerpo social». Por eso, su corriente educativa concibe la escuela como un espacio de militancia ideológica al servicio del Estado. Así, bajo este paraguas, entendemos a una Isabel Celaá que, con la serotonina por las nubes, afirmara: «Los hijos no son de los padres, sino del Estado»; e imaginamos que, por dicho motivo, hoy la tendencia sea imponernos un ideario que no solo considera que la lengua es fascista, la literatura sexista, la historia chovinista y la filosofía eurocentrista, sino también que los fundamentalismos de la Agenda 2030 son los Jardines Colgantes de Babilonia. Por si fuera poco, entretanto, el otro gran terremoto es que la escuela se haya unido a un mercado que, buscando lo rentable y productivo, nos ha prometido unas alas cerosas, como las de Ícaro, a cambio de que renunciemos a los «teóricos, aburridos y caducos» saberes humanísticos. Todo esto, por supuesto, sin profundizar en cómo nuestra administración aplasta diariamente a unos maestros que, por otro lado, tienen que dar volantazos ante la ley educativa de cada gobierno de turno.

Al contrario de lo que pretenden hacernos creer los partisanos de la posmodernidad, esta preocupante situación no es una invención. No es una «bestia saliendo de debajo de la cama de un niño». Es una realidad insoslayable que el desbarre distópico de estas medidas está sentenciándonos a los jóvenes, especialmente a los procedentes de entornos socioeconómicos pobres, que ven totalmente desvalijada su «preparación» mientras una minoría privilegiada se salva en un centro de alta alcurnia que solucione parte de los males expuestos. Lo cual es alarmante. Porque si la pública, la escuela del demos, ha sido un ascensor social y pilar de nuestra democracia es porque, precisamente, quienes partían desde un escalón inferior podían ponerse al mismo nivel que quienes lo hacían desde uno superior. Pero, en lugar de considerar si quiera la más mínima posibilidad de que esta situación nos pueda llevar a un futuro dantesco, al posmodernismo lo que interesa es sacarse de la chistera más aprobados que mejoren rankings, aunque sea a costa de estafar a una generación a la que ha hecho perder el oremus. 

No tenemos «preparación personal». Somos millones los jóvenes incapaces de entender un simple texto, no digamos ya de conversar lucidamente con un léxico cada vez más infantilizado y un absoluto desconocimiento de la lógica, argumentación, dialéctica y oratoria: «El 77,5% de universitarios nunca ha recibido formación para hablar en público en ninguna etapa educativa» afirma un estudio de La Caixa. Jóvenes con un profundo desconocimiento histórico y patrimonial, que vemos fascismo en el neolítico ibérico, en las Hermanas Terciarias Capuchinas y en el Hormiguero de Pablo Motos, o que creemos que Vega Baja de Toledo son cuatro zanjas y dos monedas. Jóvenes que, a menos de proceder de ingenierías o áreas similares, padecemos de una invalidez matemática que nos imposibilita resolver una sencilla raíz cuadrada. Jóvenes que distamos de ser «nativos digitales» ante una falta de conocimientos básicos de ofimática. Por no mencionar los millones de jóvenes que hemos aniquilado la ética de nuestras vidas para volcarnos en proyectos de felicidad personal donde olvidamos sentimientos como la compasión, vergüenza o reverencia mientras interiorizamos uno de los mayores males de la posmodernidad, el relativismo moral. Y claro, como, según Aristóteles, «hacemos lo que somos», no tenemos «preparación profesional». El trabajo no es el modo en el que hacernos a nosotros mismos, sino el atajo para hacer del dinero nuestra nueva religión. O, mejor dicho, para intentarlo: España cerró 2023 con un 28,36% de desempleo juvenil según el INE, el más alto de la UE. Hablamos continuamente de «talento», pero nada de «profesionalidad». Imagino que, por eso, «cuatro de cada diez jefes no quieren trabajadores de la generación Z» según la revista educativa Intelligent. Y no es para menos, muchos entramos y salimos de empresas dejando un reguero de malas sensaciones; incluso los más cualificados tenemos comportamientos desconsiderados e improductivos, que, en muchas ocasiones, revelan nuestra falta de compromiso con la organización. Nos sentimos frustrados, competimos pisando al prójimo, obviamos el saber de nuestros «veteranos» y vemos nuestra profesión como un servicio personal antes que comunitario. Por eso, hoy es una odisea encontrar jóvenes preparados -que no titulados- en entrevistas de trabajo. Y claro, sin cultivo personal y profesional, hemos disparado históricamente nuestra tasa de suicidio, de consumo de ansiolíticos y terapia psicológica, haciendo que toda «preparación civil» sea una quimera, que todo compromiso con la polis sea prácticamente parpadeante y repleto de vacíos. Más que ciudadanos, somos súbditos de un presente festivo que, probablemente, nos ha hecho la juventud más trivial y menos idealista de los últimos tiempos. Así, demandamos más tiempo libre, no para preguntarnos sobre el sentido de nuestras vidas, sino para ser consumidores del mercado y usuarios del Estado, no ciudadanos, sino súbditos. Hoy ya no queremos pensar por nosotros mismos, sino en nosotros mismos. No deseamos deberes, sino derechos. No buscamos la realidad, sino nuestra realidad. No buscamos el bien común, sino el sálvese quien pueda. Y, sorpresa: de repente, nos hemos dado cuenta de que hemos reducido la democracia a votar a quienes miren por lo nuestro. Bien lo sabe Sira Rego, «miembra» del Ejecutivo con nuestra cartera de Juventud, cuando nos dice: «Si los jóvenes quieren votar a los 16 años, tendrán mi apoyo». En fin, te tienes que reír.

¿Hay jóvenes excelentemente preparados? Sí, los buenos, los de la parte superior de la campana de Gauss, son de Champions League. A Dios gracias. Pero la media, la mitad de la campana, está cayendo. Y como, según Ortega y Gasset, una sociedad se juzga por su «ciudadano medio», es alarmante que su futuro se vea desvalijado. Sin embargo, quienes confunden «preparación» con «titulación» obvian esta crudísima realidad. Aún recuerdo cuando expuse el actual declive de la escuela en una tertulia radiofónica junto a diversos agentes políticos y educativos, y cómo unx de lxs participantxs, adlátere de la corriente romántico-idealista y defensor del vandalismo climático joven en museos, me levantó la voz para, ¿cómo no?, afirmar vaguedades del tipo «eso es estigmatizar a tu generación», «esto que pasa», «este asunto que usted relata», aunque la mejor falacia fue la de «Sócrates decía que la juventud ha sido siempre así. Por eso, los adultos debemos centrarnos más en comprenderla, motivarla y empoderarla». Simplemente increíble. Primero, aspirar a un diagnóstico crítico, honesto y correctamente argumentado de la realidad no es estigmatizar; andar a la caza del disidente, sí. Segundo, no se debe entrar en el terreno de la dialéctica con frasecitas del Pinterest, y menos cuando no se ha tocado un manual de filosofía, puesto que eso jamás fue dicho por el ateniense. Tercero, comprender no es ponernos las cosas fáciles para tener un título que nos dé trabajo, sino entender que, por encima de eso, está cumplir con el mandato del oráculo de Delfos: saber quiénes somos. Cuarto, motivar no es fascinarnos con tecnología seductora, sino hacernos buscar los sentimientos que nos llevan a aprender sin que nadie nos lo diga. Y quinto, empoderar no es hacer que nadie ni nada nos impida algo, sino hacernos capaces de vivir con independencia a la masa, sabiendo como Séneca en su obra Sobre la felicidad, que nadie, la gente, ni nada, la tecnología, vivirá la vida por nosotros. Punto. Bastaron estos cinco argumentos para tumbar el virginal virtuosismo del cuñado posmoderno, que no volvió a dirigirme una mirada en lo restante del debate, imagino que, porque pasé automáticamente a ser contabilizado como «infiltrado fascista», claro está. 

Recuerdo divertido aquella frase de Jesús Quintero: «Siempre ha habido analfabetos, pero la incultura y la ignorancia se habían vivido como una vergüenza. Los analfabetos de ahora saben leer y escribir, pero no ejercen». Porque indica nuestra urgente necesidad de fecundar a un maestro que transmita cultura y una escuela que sea eutopía -del griego eutopos, buen lugar-, un espacio donde cultivarnos como personas, profesionales y ciudadanos. Y para ello, tal y como expone Catherine L'Ecuyer, filósofa y psicóloga de la educación, hoy la mayor de innovación educativa debe ser la defensa de una corriente clásica-realista cuyo fin sea descubrir la realidad, no construirla ni imponerla; cuyo proceso se interese por transformar al que aprende, no por cambiar el mundo; y cuyas acciones se basen en evidencias, no modas. En un Occidente desafiado por la robótica y la inteligencia artificial, enfrentado por la cultura de la cancelación, intimidado por la posverdad y amenazado por populismos, totalitarismos y nacionalismos de todo pelaje, ser conocedor de lo humano no es un mero capricho, sino una necesidad inmediata. Conseguirlo depende de los principios que queramos que rijan la educación; pero, sobre todo, de ser conscientes de que nos jugamos la civilización.