Hace unos días, con motivo de un viaje a Bolonia, volví a contemplar una extraordinaria obra: II Compianto sul Cristo morto de Niccolò dell'Arca. En el texto explicativo instalado junto al conjunto está escrito: «¿Y Nicodemo? Esta figura está presente en todos los Lamentos, en éste falta. La tradición dice que la estatua – que tenía el rostro de Juan II Bentivoglio, señor de la ciudad- una vez conquistada Bolonia e incorporada a los Estados Pontificios por el papa Julio II, después de 1506, fue hecha abatir, como tantas otras, para borrar la memoria de los Señores precedentes».
Se suele decir que es a finales del siglo XVII cuando se acuña la expresión damnatio memoriae, en la obra de Schreiter y Gerlach, para referirse a las actuaciones ejecutadas en Roma por el poder imperante con la finalidad de cancelar el recuerdo de gobernantes anteriores aunque ya Papiniano, el jurisconsulto más autorizado según la Ley de Citas de 426, había recogido la expresión memoriam damnatam. En realidad, esta es una práctica mucho más antigua, tanto como la propia humanidad y de la que podemos hallar ejemplos en todas las épocas y civilizaciones. La condena al olvido se ha ejecutado históricamente a través de diversos comportamientos públicos o discretos, totales o selectivos, refinados o toscos, dependiendo de las circunstancias y del ejecutor. Por ello, ha recibido también otros nombres a lo largo de la historia; en su novela 1984 Orwell utiliza un eufemismo, la vaporización, como variante de la damnatio memoriae romana adaptada a las facilidades tecnológicas de mediados del siglo XX.
Estos procesos dirigidos a suprimir el recuerdo de un antecesor, en ocasiones, se pretendían justificar por razón del comportamiento indigno de la persona cancelada pero en muchas otros casos simplemente han respondido a motivos inconfesables de forma que el responsable del proceso de erradicación de la memoria negaba que hubiera puesto en marcha una estrategia de silencio y olvido, de invisibilidad del afectado. A veces, lo que realmente se persigue más que olvidar el pasado es desacreditarlo. Sin embargo, promover la cancelación puede ser contraproducente en ciertos casos porque con ello también se genera simultáneamente el deterioro de la legitimación de quien pretende anonimizar al anterior, en especial cuando quien pretender borrar la huella de otro ha sido colaborador y beneficiario de las decisiones que había adoptado el damnificado.
El estudio de tantos ejemplos como ha habido y hay de actuaciones que se pueden incluir en la expresión genérica de damnatio memoriae permite diferenciar dos tipos de sujetos que quieren sancionar el recuerdo del antecesor: quienes lo llevan a cabo de forma abierta y quienes lo realizan disimuladamente, vergonzantemente. Esta decisión consciente de borrar todo rastro de aquel a quien por una u otra razón se considera adversario se suele aplicar también, y en ocasiones aún con mayor intensidad, a los más cercanos a aquel al que se quiere anonimizar escondiendo el acto punitivo bajo fórmulas como 'no procede invitarle', 'mejor no nombrarle' y llegando a la confiscación no de bienes propios de esos colaboradores próximos sino, en consonancia con los tiempos actuales, de proyectos o programas que legítimamente habían obtenido por sus capacidades.
La historia ha puesto de manifiesto la imposibilidad de eliminar un período o etapa de la historia de cualquier sociedad o grupo. Hoy sigue vigente lo que, como recuerda Straehle, escribió Tácito, «La posteridad restituye a cada cual el honor que le es debido… Cosa que ofrece harto gran materia de risa pues es grande la ignorancia de los que con la potencia presente piensan que han de poder borrar la memoria de las cosas en los tiempos venideros».