El mundo sigue en vilo tras el inédito, telegrafiado y calamitoso ataque de Irán contra Israel de este fin de semana. Ya no estamos en una guerra localizada entre Israel y el terrorismo palestino, sino en un conflicto de alcances insospechados. Se expande el temor a que la crisis se extienda y se origine una guerra de consecuencias inciertas entre Occidente y países árabes. A lo que se suma, en este contexto de reposicionamientos geopolíticos, el miedo al impredecible papel que podrían adoptar potencias como Rusia o China.
El fallido ataque con drones y misiles ha dado al primer ministro de Israel, Benjamín Netanyahu, lo que siempre anheló: una justificación para atacar abiertamente a su archienemigo y némesis iraní. Cada vez menos dudan de que el ataque a la embajada de Damasco fue una acción premeditada diseñada para fortalecer la posición política interna de Netanyahu, silenciar las críticas y desviar la presión internacional por las atroces barbaridades que su ejército está cometiendo en Gaza y su fracaso en derrotar a Hamás. Y ha funcionado. De la noche a la mañana, las críticas en Washington se han aplacado. El régimen de Alí Jamenei ha caído en la trampa que Netanyahu le ha tendido. Puede presentar los ataques ante el mundo como una prueba incontrovertible de que Irán es un Estado maligno y peligroso que desacata el derecho internacional y pone en peligro a Israel, Occidente y Oriente Próximo. Y argumentar que la guerra contra los terroristas palestinos se ha transformado en una guerra existencial contra sus titiriteros en Teherán, y que la gente de buena voluntad, dentro y fuera de su país, debe unirse en torno a su liderazgo para asegurar una victoria necesaria. Irán, a los ojos de la mayor parte de la comunidad internacional, se ha convertido en un proscrito.
Lamentablemente, no queda claro si también para el Gobierno de España. En el mismo momento en el que Irán descargó su furia sobre Israel, todos los líderes occidentales menos uno condenaban al unísono el ataque con toda la contundencia posible. Para Pedro Sánchez que se lanzasen en una noche 170 drones explosivos, 30 misiles crucero y 120 misiles balísticos sobre la población civil israelí era un «acontecimiento» a seguir con preocupación. Tardó nueve horas en tratar de corregir su contumaz, inquietante y peligrosa equidistancia y condenar el ataque. Parte de su gabinete sigue sin hacerlo.
No es realista esperar que Netanyahu ponga ahora la otra mejilla. Habrá respuesta, la pregunta es de qué intensidad y dureza será. Corresponde a Estados Unidos, Gran Bretaña y otros amigos y aliados de Israel dejarle claro que el apoyo militar, diplomático y político continuo está condicionado a una respuesta israelí legítima y proporcionada. Y al consejo de seguridad de la ONU bregarse como nunca antes para tratar de encauzar una de las más críticas crisis de los últimos tiempos que nos amenaza a todos.