Tenía que volver al pueblo, donde la vida es sencilla, donde hay tiempo. La ciudad la extenuaba, el tráfico, autobuses para moverse de un lado a otro: ruido lleno de gente. Su hijo sacó el billete por Internet y se lo dio a su madre, pero cuando la dejó en la estación, frente al conductor, con un beso, se fue corriendo a trabajar, porque siempre hay prisas en las grandes poblaciones. Entonces le mostró lo que tenía en el teléfono y el conductor le dijo que no valía, que necesitaba una actualización de «no sé qué programa», que no cabía en ese antiguo dispositivo. Pero ahí figuraba su nombre y apellidos, incluso su documento nacional de identificación, como cuando se va en avión, mas no valía sin el sello ese raro: el QR, lo llamaban. Enseñó su documentación, gimió... Por conmiseración, el conductor la dejó pasar, solo por esta vez, pues era muy temprano y no había dónde resolver el asunto, y los relojes gritaban que ya era momento de partir. Se sentó junto a una ventanilla absorbiendo los paisajes, más bellos según se iba acercando a su linda aldea, donde uno podía comer huevos de verdad, no siempre con matrícula, porque eran naturales y no de esos oficiales de gallinas nutridas con plástico y hormonas; un lugar en que todavía había libertad frente a las mil y una normas de la gran metrópoli.
Recordó el lío que se había montado con los bancos donde para ver el dinero, ya que habían cerrado sucursales, hacía falta entrar en mil laberintos informáticos, ayudados por el teléfono y claves complicadísimas que según el uso iban cambiando. Su hijo le comentó hacía poco algo sobre unos trámites necesarios que debía realizar con un ministerio y que parecían cosas de brujería o misterio, pues no había a quién llamar o si lo hacía nadie respondía... Todo era para ahorrarse puestos de trabajo y personas, los robots, rígidos, regían los comportamientos y a quienes no supiesen tratarlos los trituraban bajo sus complejas e implacables normas.
Justo la noche anterior había visto en televisión la noticia, esa pantalla que los jóvenes ya apenas miran porque viven en las suyas, pequeñitas, y que sin cesar manejan con ágiles deditos. Vio cómo los colegios tenían problemas al impedir a los niños usar teléfonos móviles, con rebeliones. Parecía, decían, que «les amputaban una mano». O el cerebro, o el alma, dirigida por otros.
Se acercaba a los paisajes de su infancia, que ahora la acogían en su vejez como un abrazo de un ser querido. Libre de aquel mundo laberíntico de normas y complejidades organizadas desde Estados Unidos. Ahí tenía compañía para charlar frente a la lumbre cuando hace frío o a la fresca en la calle. Los árboles de la ribera le susurraban primaveras.