Hace unas semanas escribía sobre un buitre que tranquilamente pasaba la mañana posado sobre el alero del pajar. El domingo al abrir la puerta, una hembra de jabalí giró la cabeza alertada por el ruido y, acto seguido, continuó con sus bien cuidados rayones, rebuscando frutos caídos entre los árboles que rodean la casa. El lunes de camino a una reunión me llamó la atención como un señor se esforzaba pacientemente en convencer a su perro, frenado cual pesada e inmóvil estatua ante el escaparate de una panadería, de que tenían prisa y le prometía que, si se portaba bien y caminaba, volverían otro día. Más tarde, mientras esperaba el tren, me senté en una cafetería en el interior de la estación y una paloma se sentó resueltamente a mi mesa, sin mediar invitación alguna, a compartir la tapa con la que me habían obsequiado y que, hasta ese momento, creía solo mía.
¿No habrá demasiados animales compartiendo los espacios humanos? Me preguntaba, estando bien segura de que no hay ni la más mínima sospecha de mi animadversión hacia los animales, sino al contrario.
De que hay en España hay más perros registrados que menores de catorce años, ya se hicieron eco los medios de comunicación, a primeros de este año, comparando los datos de población del INE con los de la Asociación Nacional de Fabricantes de Alimentos para Animales de Compañía (ANFACC). Mientras que en España la población humana cuenta con 6,6 millones de menores de catorce años, hay registrados 9,3 millones de perros. También suele ser noticia, la desmedida abundancia de las palomas en muchas ciudades, atraídas por la facilidad para encontrar alimento, agua y refugio, para lo que muchos ayuntamientos buscan soluciones, puesto que son portadoras de enfermedades, deterioran los edificios por la corrosión de sus heces, son ruidosas, obstruyen desagües, bloquean salidas de ventilación, etc.
¿Y los animales de la fauna silvestre? Es una obviedad, ya que se percibe con facilidad, el aumento poblacional de algunas especies silvestres, fundamentalmente motivado por el cambio de la distribución humana y de su actividad. Sobre este asunto hay muchos estudios y muchos investigadores, entre los que destacan, en mi opinión, los trabajos de los investigadores del Instituto de Investigación en Recursos Cinegéticos (IREC -CSIC, UCLM, JCCM).
Se considera que hay sobreabundancia cuando el aumento de una población afecta al bienestar humano, a la condición corporal de la propia especie por falta de alimento, cuando compite y perjudica a otras especies valiosas o cuando causa disfunciones en el ecosistema y, por tanto, no es deseable. La naturaleza corrige la abundancia excesiva de la fauna silvestre con las enfermedades, la escasez de alimentos y los depredadores. En ausencia de depredadores y de cazadores comienzan los efectos negativos para la flora y la fauna silvestre, para la agricultura y la ganadería y para las personas, ya que causan accidentes de tráfico y se favorecen las zoonosis. De hecho, en nuestra península la sobreabundancia de jabalíes, ciervos y gamos suele coincidir con las prevalencias más altas de tuberculosis.