Qué hacer al enterarse. Dar un espectáculo o reconocerlo mansamente, asumir que se nos desbordan mejilla abajo los niños que fuimos, niños con pecas o con barro en las manos, niños con nueve, once, a veces doce años, que aún despiertan de amanecida un día de Navidad, un seis de enero, suspiran de emoción bajo las sábanas, corren de puntillas sobre el suelo frío y gritan en el cuarto grande, ¡mamá, ha venido Papá Noel! ¡Papá, llegaron los Reyes!
Aceptamos porque hay que aceptar, pero cómo dar la razón ahora a esos amigos que ya nos lo decían, que ya nos lo advirtieron hace tiempo, pequeños profetas a los que la ilusión les duró poco. Cómo reconocer que todo era mentira, cómo pronunciarlo en voz alta, verbalizar esta tragedia que sin embargo nos sabe a dulce, la paladeamos como algodón de azúcar porque va firmada por la sonrisa de nuestros padres, sonrisa cansada y a medio hacer, recién salida del horno, cálida y blanda como una hogaza.
Para qué guardar rencor si la ilusión se nos ha vuelto ternura, si el corazón inquieto y los bombones y los vasos de leche para los camellos son ahora tradiciones dulces, costumbres y nervios que son y no quieren ser fingidos, los zapatos aún bajo el árbol, a la espera de despertar llenos de caramelos, buscar entonces la emoción temblorosa muy adentro y saber que ese niño sujeto por alfileres se nos quedó cosido a la memoria.
Lo vemos de nuevo ahora en estas mañanas de diciembre, que suenan a bicicletas por el parque y huelen a juguetes nuevos. Aparece en esas mochilas brillantes que esconden tesoros: un cromo, una hoja mordisqueada, descubrimientos valiosos tocados de misterio, posesiones que regresan con la maleta al aula, ese traqueteo de barrio, el deslizar cotidiano de los ruedines en el asfalto.
Reencontramos al niño sin esperarlo, cuando almorzamos por Reyes en casa de los abuelos; ahí está, nos creíamos maduros en la mesa de los mayores y al ver cómo los primos chicos desenvuelven sus juguetes salta de repente, nos hace chispear los ojos, nos obliga a disculparnos con los adultos y dejamos el asiento recién estrenado para regresar al que antes ocupábamos en la mesa pequeña. Aún entre dos mundos, volvemos al niño como quien mira al otro lado de un escaparate; hace poco que cruzamos el puente sin regreso a Nunca Jamás y se nos esfuerza la nostalgia en tocar lo que se fue y ya no es nuestro. Volver atrás es un sueño, una ilusión difusa entre esta niebla de frontera. Pero cómo aceptar esa infancia amputada sin quejas ni dolores, aún quiere latir donde ya no puede, tozuda, hirviente, le van desapareciendo los márgenes. Quizás nosotros mismos demos el corte definitivo al asumir que el niño es caduco, cada vez más accesorio y prescindible en el mundo rápido, caótico, hostil de los adultos.
Pero es diciembre y el niño regresa fuerte. Nos llega su aliento, cuando ayudamos al primo Marco a escribir a Oriente o al Polo Norte -la letra torpe, temblorosa e ilusionada de todos los niños del mundo-, percibimos su aura al poner el árbol o montar el belén mientras suenan villancicos, lo recuperamos ayudando (papel de regalo, cinta adhesiva) a vestir las esperanzas nuevas, le rendimos honores con los libros infantiles que nos gusta releer, regresan centauros, sirenas, dragones dormidos a la espera de despertar en tierras en las que todo es posible si así se desea, donde la enfermedad no existe ni hay heridas sino las que sanan ungüentos de brujas y palabras mágicas, donde la muerte es sólo un pretexto para seguir jugando. Lo llevamos de la mano a la Cabalgata, con los otros primos, nos emocionamos de puro nervio junto a ellos, qué brillo en la mirada, qué luz en la sonrisa, al coger caramelos; luego, cuando no hay más carrozas, se quedan pensativos, silenciosos, perdidos en mundos de fantasía que también con el tiempo dejarán de ser suyos.
Pasarán entonces a otros que despertarán temprano y con los pies fríos y el alma amanecida, correrán al cuarto grande donde por fin se duerme después de tantos preparativos nocturnos, gestos cansados y dulces de madrugada, guiños somnolientos que dicen mereció la pena. Así el milagro se repite, los niños de ayer y de hoy se calzan las zapatillas, se ponen las batas, llegan de la mano y en tropel al salón y gritan ¡han venido los Reyes!
#TalentosEmergentes