Juan Bravo

BAJO EL VOLCÁN

Juan Bravo


El final de la Feria

15/09/2024

Coincide el final de la Feria de Albacete con la llegada del otoño y el comienzo del nuevo curso académico. De repente y como por ensalmo quedan atrás las apacibles jornadas estivales, las plácidas noches de luna iluminadas a menudo por el fulgor de unos ojos adolescentes. Y, sin saber ni cómo ni por qué, nos vemos caminando por la vieja calleja, desafiando a la lluvia otoñal, con una gruesa cartera atiborrada de libros y cuadernos, de bolígrafos, lapiceros, reglas, compases y cartabones, que pesa lo indecible, como una cruz.
Así me sigo viendo, cuando ya bordeo la última curva del camino, pequeño, diminuto, con las ilusiones intactas, camino de la Academia, solo, en un anuncio premonitorio de lo que será mi vida, con ese regusto amargo que te dejan los buenos momentos. Y, como de costumbre, me pregunto: ¿Lo hiciste bien? ¿Aprovechaste la oportunidad que se te brindó? ¿Qué harías si el azar, que algunos denominan Providencia, te concediera una segunda oportunidad? Me quedo un instante pensativo, hasta que, tomando conciencia de la realidad, algo muy dentro de mí, me replica: «Segunda oportunidad… Eso sólo se lo pueden permitir los ricos, y no todos…» Pero, obstinada, una y otra vez vuelve la pregunta, como un aguijón que te hurga buscándote el corazón. Y sólo entonces, atisbas, como luz lejana, como el resplandor de esa estrella moribunda, la respuesta exacta: «Lo haría todo exactamente igual, pero, eso sí, saboreando los momentos dulces y olvidando lo antes posible los amargos, los traumáticos, aprovechando las ocasiones que, ora por abulia o pereza, ora por escepticismo o cansancio, desperdiciaste o dejaste pasar».
Y con ese runrún prosigue su monólogo ese niño triste, pálido, de aspecto frágil, como cualquiera de los que mañana veremos salir a eso de las ocho u ocho y media como cirineos (siempre que no vayan acompañados por papi o mami en el coche familiar, como un marquesito o como el principito.) En aquellos tiempos nuestra madre, a lo sumo, nos encomendaba nuestra custodia a un chico mayor, un vecino, un amigo de la familia, que te despabilaba a marchas forzadas. Y, una vez más, el casi anciano que persigue su sombra, viéndose reflejado en el semblante del niño, piensa lo mismo que pensó siempre, presa de aquella obsesión febril que, como una constante le asalta: ¡Qué hermoso sería ver retroceder el tiempo, muesca a muesca, año a año, hasta recuperar a aquel niño que fuiste, a aquella criatura de antaño! ¿Y por qué no podría hacerse realidad ese anhelo, cuando tal es la ley del big bang?
Y así sigue divagando el niño, conducido por el hilo de Ariadna del casi anciano en que terminará convirtiéndose, mientras continúa con paso firme desafiando a la lluvia mañanera otoñal, cuando de repente cruza el paseo del ferial, repleto de desechos de la noche anterior, de individuos anónimos que se afanan en silencio desmontado los cachivaches: la noria, los coches de choque, el tren de la bruja… y todo el esplendoroso misterio que durante diez días había dado lustre y color a aquel paraíso jubiloso y radiante de la Feria. Aquí, a diferencia del anhelo del casi anciano de retrotraerse en el tiempo, sí será posible hacerlo, iniciándose esa misma mañana la cuenta atrás de lo que habrá de ser la Feria de 2025. Pero, antes de tomar constancia de ese rasgo esperanzador, el niño, con la mirada absorta en los restos del naufragio, toma conciencia durante unos segundos de la terrible realidad de la vida, de lo que queda tras el gozo y el encanto: ruinas y escombros, y un silencio que no puede menos que producirle un temblor que le recorre como un rayo la espina dorsal. ¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!