En los artículos anteriores nos hemos referido a dos cualidades humanistas de Karol Wojtyla: la cultura y la defensa de la dignidad de la persona. En este me voy a referir a la tercera.
3. La defensa de los derechos humanos. Si en algo hay consenso, prácticamente universal, al valorar la figura de Karol Wojtyla, es en que fue el referente de la defensa de los derechos humanos en el siglo XX. En multitud de intervenciones, especialmente las que se producían en ambientes hostiles, manifestó su posición inequívoca sobre la defensa del respeto a todos los derechos humanos.
Ello no es de extrañar si consideramos que tal defensa no es sino el corolario de su defensa de la dignidad de la persona. Se viola esta dignidad cuando se violan sus derechos. Se defiende la dignidad humana cuando se defienden los derechos inherentes a la misma.
El papel que jugó Juan Pablo II en la caída del comunismo en los países del centro y este de Europa, le confirió una autoridad moral (añadida a la suya propia) para defender ante el mundo la universalidad de los derechos humanos en un momento en que su concepto estaba siendo despreciado por las corrientes de los posmodernos, los nuevos progresistas, los islamistas, los autócratas de países asiático-orientales, y el resto que quedaban de los comunistas o de la dictadura de algunos medios de comunicación.
La caída del comunismo es el ejemplo paradigmático de hasta dónde puede llegar la fuerza de unas convicciones que, aparentemente, teóricas y utópicas, son capaces de producir los cambios más decisivos de la historia de la humanidad.
La autoridad moral de Juan Pablo II le llevó a defender la existencia de una ley moral universal, con el peso de los argumentos de que la verdad que él proponía la encarnaba personalmente con su testimonio público y en sus actuaciones en defensa de todos los derechos de todas las personas, y no solo los de su Iglesia y sus miembros.
Y dentro de los derechos humanos a defender, el primero de ellos era el de la libertad, amenazada o sojuzgada en tantos países del mundo. Entendía que el utilitarismo era insuficiente para proporcionar una base cultural sólida para el ejercicio de la libertad. Para Wojtyla la libertad era un don y una obligación, que no consiste en el voluntarismo (hacer lo que me dé la gana), ni siquiera en la búsqueda del mayor bien para el mayor número de personas, sino que es un regalo, un don, que se debe utilizar para lo que es bueno objetivamente.
Este concepto de la libertad, defendible filosóficamente, lo trascendía al ámbito de la fe, de manera que la libertad tenía la misión de lograr la verdad sobre el hombre mismo y sobre el mundo, y organizarse de acuerdo con esa verdad. Por eso, la más importante de la liberación de la persona debía dirigirse hacia la verdad moral sobre ella misma. Todas las demás liberaciones surgían de esta, pues la verdad moral sobre las personas implica el reconocimiento de su dignidad inalienable y el valor inestimable de la vida humana.
Todas estas valoraciones, amable lector, te pueden parecer un tanto teóricas y utópicas, como te dije anteriormente, tienen proyecciones concretas y te voy a poner dos ejemplos.
La caída del comunismo no fue para Karol Wojtyla el triunfo de la democracia sobre al marxismo, ni el triunfo de la economía de mercado sobre el sistema de economía planificada, ni tampoco el triunfo de la superioridad militar y económica americana sobre la capacidad soviética. Para Juan Pablo II fue el triunfo de la verdad sobre el hombre frente a la permanente mentira sobre el ser humano que suponía el comunismo; y fue el triunfo de la liberación de los pueblos oprimidos a los que se impedía el mínimo ejercicio de los derechos humanos fundamentales, y entre ellos, el de libertad religiosa.
El segundo ejemplo es el de la defensa del derecho a la vida. No se trata solo del derecho a la vida de los no nacidos, sino del derecho a la vida integral (mayores, discapacitados), pues si no se respeta la vida en alguno de sus estadios, no hay porque respetarla en el resto. La defensa de la vida se basaba en verdades morales que forman parta de los cimientos, también morales, de la democracia.
¡Qué bien nos iría si nuestros políticos tuvieran la misma firmeza en sus convicciones morales!
Seguiremos analizando las cualidades de Karol Wojtyla como humanista.