La noche se cierne sobre la orilla del Tajo, bajo la oscuridad de la luna nueva. En el paraje de Los Castillos se arrastran con miedo dos siluetas sigilosas pertenecientes a una ladina hechicera, venida desde Talavera para la ocasión, y a un pobre desgraciado que guarda en su bolsillo harapiento una bolsa de cuero con monedas y un trozo de papel garabateado. La hechicera reza con voz tenue a San Cipriano una eterna letanía que repite a cada golpe de pico y pala, y el hombre, cava con locura hasta el amanecer. De la tierra no aflora nada, salvo la habitual miseria. Lo soñó hasta tres veces, pero no hay rastro ni del oro, ni del moro. Soñó con la alta torre de Ben Cachón y sintió la llamada del sonido de las monedas rodando ladera abajo. Cabizbajo, el hombre recoge sus cosas y se desliza por las silenciosas calles de Las Herencias, de vuelta a su pueblo, antes de ser acusado por algún buen cristiano ante el Santo Oficio. Estamos en el amanecer de un día cualquiera del siglo XVII, y esta escena se repite con frecuencia en todo el territorio nacional. El pueblo español se muere de hambre y en medio de su desesperación surgen, como traicioneros espejismos, las leyendas del tesoro morisco.
Las leyendas son narraciones alusivas a un pasado muy remoto de personajes míticos, con características sobrenaturales, difícilmente localizables en el tiempo, que tratan de transmitirnos una moraleja. En Las Herencias existe un relato que ha pasado de generación en generación, contado de padres a hijos. Nos habla de la existencia de un tesoro escondido perteneciente a un rey moro, enterrado en algún lugar del paraje de Los Castillos, donde antiguamente existía una gran torre de origen árabe. No obstante, dice esta leyenda, aunque se diera el caso del hallazgo del tesoro, no es empresa fácil apoderarse de él. En este hipotético escenario de buena suerte, habría que enfrentarse mediante algún tipo de magia al dichoso problema de la serpiente. Algunos sostienen que esta bestia es un raro ejemplar provisto de cuatro patas, otros que se trata de una culebra de gran tamaño. La serpiente o culebra símbolo de lo demoníaco, desde que así fuera presentada en el Génesis, es muchas veces concebida en el imaginario español como una persona hechizada bajo forma animal, cuya misión es custodiar las ruinas de los castillos, impidiendo el acceso a los tesoros, ocultos mediante brujería por sus antiguos dueños.
«Ya mataron la culebra
la que estaba en Los Castillos
la que por la boca echaba
rosas, claveles y lirios».
(Coplilla antigua popular española)
Lo que está claro es que el tesoro llama a los buscadores a través de los sueños, y si se sueña más de tres veces, es prueba de veracidad. Y es tan poderosa esta llamada, que el que la siente no puede evitar ir en su búsqueda, y el que así lo hace, pierde hasta la razón. Pero ¿de dónde procede esta estrambótica historia? Todo tiene su porqué, aunque a veces la explicación es complicada. Las historias sobre los tesoros de los moros son habituales en muchos pueblos de España y tienen su origen en el contexto social de pobreza vivido tras la expulsión de los moriscos a principios del siglo XVII. Con esta gran pérdida de capital humano, el país sufrió una importante crisis social y económica debida a la falta de mano de obra para el cultivo de los campos y a la disminución del comercio, entre otros posibles factores. Existía la falsa creencia difundida por los cristianos viejos de que este grupo social se dedicaba a la actividad acumulativa de riquezas y a la falsificación de moneda. Se especuló con la idea de que muchos moriscos enterraron sus riquezas antes de partir hacia su exilio, y comenzaron a proliferar mapas de dudosa procedencia que situaban puntos estratégicos donde aseguraban, se habrían escondido estos opulentos tesoros. Lo morisco quedó asociado en la memoria colectiva a la acumulación de la riqueza, pero con un halo herético de oscuridad y falsedad, que dejó su impronta en expresiones que han llegado hasta nuestros días, tales como «era de oro, del que cagó el moro» o «le prometió el oro y el moro».
Fue tal la codicia que desató el ansiado oro morisco, y el uso y abuso de las más variopintas fórmulas de hechicería empleadas en su búsqueda, que la Inquisición persiguió esta práctica por considerarla codiciosa y cercana a lo diabólico. Existían por la época compendios de brujería llamados grimorios, y entre ellos, destacó el Gran Libro de San Cipriano como manual para la adivinación de tesoros ocultos. Se realizaron muchas ediciones de pequeño tamaño llamados Ciprianillos, que contenían listas con ubicaciones de tesoros ocultos en España y oraciones para liberarlos. Como no podía ser de otra forma, ante la ambición y la ignorancia general de la población, este escenario histórico dio lugar a la picaresca en torno a la venta de supuestos mapas del tesoro y grimorios, así como al pago de hechiceras, curanderas, astrólogos y otras personas cercanas a la práctica de la brujería. A medida que el tiempo fue pasando, la figura del morisco se mitificó por la capacidad de inventiva y la necesidad de aportar misterio a la vida de las generaciones venideras. Debido al distanciamiento cultural sobrevenido por el fin forzoso de la convivencia, los moriscos dejaron de ser nuestros vecinos conocidos, para convertirse durante el siglo XIX en reyes moros avariciosos cargados de poderes sobrenaturales, que lo mismo movían una enorme roca, que se transformaban en serpiente, cabra negra o manantial.
Hasta aquí todo tiene cierta lógica histórica, pero a veces la realidad supera a la ficción, y en el caso de Las Herencias ocurrió un hecho excepcional. Con motivo de la redacción del Diccionario geográfico-estadístico-histórico de España de Pascual Madoz (1.845-1.850), los vecinos del pueblo al ser interrogados sobre las cuestiones de su territorio, informaron que en el año 1.801 la torre de Ben Cachón se desplomó sobre el río Tajo, deteniéndose por algunos minutos su curso, y produjo un estruendo ensordecedor. Se descubrieron entonces ladrillos y escombros de construcción antiquísima, se encontraron sepulcros hechos de piedras largas y labradas, algunos con inscripciones árabes, y en este mismo sitio, un vecino halló una gran cantidad de monedas de cobre. Entonces, ¿realidad o leyenda? Sólo podemos decir a ciencia cierta que las narraciones sobre tesoros moriscos están presentes en muchos lugares, y nos alertan sobre los peligros que puede acarrear la codicia en nuestras vidas. Ese desorden en el deseo de apropiarse de los bienes ajenos, tal vez para llenar un cierto vacío interior del ser humano, nos conduce a la ruina económica y moral, no solo de forma individual, sino como sociedad. Desde los Mandamientos de la Ley de Dios, hasta los postulados del psicoanálisis de Freud, que veían en la codicia un deseo de posesión insatisfecho, nos avisan de la pena del codicioso, condenado a la infelicidad eterna. Ya lo dice un antiguo refrán «el tesoro y el pecado, mejor ocultados». El tesoro genera en el alma codiciosa una primera fase de seducción y su búsqueda ansiosa produce una pérdida progresiva del raciocinio y una desconexión con la realidad que conduce a la más absoluta de las pobrezas. No está mal aspirar a la prosperidad, pero no hay tesoro fabuloso sin serpiente, bien lo saben los de Las Herencias, más ¡allá cada cual, quien no quiera hacer caso de leyendas!