La imagen quedó para la historia. El zafio, chulesco y a la postre fallido y torpón intento del golpista Tejero de intentar derribar, con una artera zancadilla y el abuso de la edad y corpulencia la frágil figura del general Gutiérrez Mellado marcó y definió para siempre el Golpe de Estado del 23-F de 1981.
Hoy, al recrearlo en mi memoria, no puedo evitar todavía un estremecimiento en la piel. Porque yo no lo vi en una pantalla de televisión, sino que lo viví pues estaba allí, en la tribuna de prensa del Congreso, con la peligrosa identificación al cuello de Jefe de Prensa del PCE y justo detrás de la cámara de TVE que la filmó. El camarógrafo, lamento no recordar su nombre, logró hacerlo con una hábil y valiente decisión. Al ser requerido a gritos por el Guardia Civil que entró («¡Apaga eso o te mato!») no lo hizo sino que oscureció el visor y lo engañó, y siguió grabando fijamente en el hemiciclo donde se desarrollaba la acción. Algo similar hizo el periodista de la cadena SER Rafael Luis Díaz, que dejó caer a su pies el micrófono que permaneció abierto toda la larga noche y captó la totalidad de los sonidos del Golpe. La cámara de televisión fue un tiempo después desactivada por un cabo de la Benemérita, más avispado, que al subir a la tribuna para revisar la situación se percató de que se seguía grabando y de un manotazo la desplazó. Dejó de enfocar hacia el hemiciclo girándose, desenfocada y borrosa, hacía alguien sentado en el suelo y la credencial que llevaba colgada en el pecho. No se leía pero sé bien de quién era, pues precisamente era yo.
Aquel momento crucial de Manuel Gutiérrez Mellado, vicepresidente primero de la Defensa del Gobierno, levantándose de su escaño y dirigiéndose a los guardias civiles que blandían sus armas ordenándoles que depusiera su actitud, la bajada del Teniente Coronel Tejero desde la tribuna presidencial donde, esgrimiendo su pistola, se había encumbrado. La intentona de tirarle al suelo con una zancadilla, una torpe llave y su mayor fuerza y corpulencia al aparentemente endeble y casi anciano general, estaba para cumplir los 70, la resistencia de este, que lo impidió agarrándose y se mantuvo en pié, la llegada de Suárez viniendo a socorrerle, los gritos de Tejero de «¡Todos al suelo!», las salvas de los disparos y el repicar de las balas contra el techo, algunas contra el de nuestra tribuna y las de los invitados, quedaron congelados para siempre, para el oprobio de unos y la dignidad de otros.
Luego, tras cesar el estruendo, el lento levantarse y asomar poco a poco de las cabezas de los diputados por detrás de sus escaños y el irnos mirando todos los unos a los otros pudimos comprobar que estábamos vivos. Pero Gutiérrez Mellado había permanecido allí impertérrito, con los brazos en jarras y con una mirada firme de desprecio ante la amenaza de los sublevados que había salvado muchas cosas, además de la dignidad y el honor. Y aquella ya fue y para siempre la foto fija de un fracaso, de un esperpento que pudo ser trágico y que quedaba allí retratado de la peor y más descarnada manera para sus autores.
A muchos pudo sorprender aquel acto de coraje y fría valentía de quien había sido ministro, desde el primer Gobierno de Adolfo Suárez, luego su vicepresidente hasta su dimisión, su más leal colaborador y en el más difícil cometido, desde su primer día hasta el final de su estancia en el poder, y el autor de la mayor reforma y exitoso cambio del Ejército español para llevarlo desde la dictadura a la democracia. Suya, de hecho, fue la creación del propio Ministerio de Defensa en su fórmula actual. Pero antes, quien acabaría por llegar a la cúspide más alta de la institución militar, con el grado de Capitán General, había sido muchas, y muy desconocidas en ocasiones, cosas más. Y, desde luego lo habían curtido de manera eficaz para luego afrontar, con tal entereza, una situación así.
Nacido en Madrid en 1912, huérfano de padre y madre desde niño, fue apadrinado por su tío, el conocido editor Salustiano Calleja. Ingresó en la Academia Militar de Zaragoza, entonces dirigida por el general Francisco Franco. Era alférez al proclamarse la República y tras pasar por la Academia de Artillería e Ingenieros de Segovia salió de ella con el grado de capitán en1933 como número uno de su promoción. En los estudios y desde niño siempre había demostrado gran aplicación y brillantez.
Tuvo destino en el Regimiento de Artillería a Caballo acuartelado en Campamento (Madrid) y, en 1935, se afilió al partido fundado por Miguel Primo de Rivera, Falange Española y de las JONS. Participó activamente en la sublevación militar de 1936 y, al ser esta sofocada en la capital, huyó a uña de caballo campo a través hasta Villaviciosa de Odón, donde se refugió. Al regresar al mes siguiente a Madrid fue detenido pero en el juicio quedó absuelto al declarar varios testigos que se encontraba enfermo y en cama en la citada localidad villaodonense. Sabedor de que la policía tenía cada vez más pruebas de su implicación, pasó a la clandestinidad y no tardó en unirse la famosa V Columna que espiaba, al servicio de los franquistas, los movimientos de las tropas republicanas en la capital prestando valiosos servicios al respecto y consiguiendo pasar a la zona sublevada a más de un centenar de pilotos e ingenieros militares que estaban en zona republicana.
Terminada la Guerra Civil, se graduó en la Escuela de Estado Mayor y partió rumbo a Alemania para incorporarse al Cuartel General de la División Azul. Ascendido a Comandante y derrotados los nazis retornó a España pero siguió en sus tareas de información viajando por Francia, Bélgica y Suiza para saber de los intentos de reorganización de los republicanos exiliados y sus planes de entrar de nuevo a España y proseguir la guerra de guerrillas. Fue después, y tras la firma del acuerdo militar con EEUU, en 1953, nombrado por el ministerio de Asuntos Exteriores enlace con ellos en el período de construcción de sus bases. Fue entonces cuando , tras lograr el permiso del mando, pudo comenzar a hacer trabajos que complementaran su sueldo, pues los del Ejército eran muy bajos hasta el punto de dejar de vestir durante un cierto tiempo el uniforme hasta que, tras lograr un puesto en el profesorado de formación de oficiales y suboficiales, se reincorporó. Llegó luego a alcanzar ya el grado de coronel en 1965 y pasó al Estado Mayor Central, donde su experiencia, estudios y dominio del inglés y el francés (que muy pocos militares sabían entonces) le llevó a participar como observador en operaciones de la OTAN y tomar contacto con sus mandos. Se percató allí de lo obsoleto e hipertrofiado que estaba el ejército español y ahí estuvo el germen de las reformas que aplicaría después cuando, de la mano de Adolfo Suárez, llegó posteriormente al Gobierno.
Su gran valedor antes de ello había sido el Teniente General Manuel Díaz -Alegría, considerado el más aperturista en la cúpula de las Fuerzas Armadas y que, tras ser nombrado Jefe del Alto Estado Mayor, se lo llevo consigo. Él ya había ascendido a general de Brigada, y lo convirtió en su persona de confianza. Gutiérrez Mellado comenzó entonces también a ser una voz diferente dentro del Ejército que suscitó el interés de quienes veían imprescindible una reforma política como salida hacia la democracia y quienes, por otro, pretendían bunkerizar el Régimen y preservarlo a la muerte de Franco.
Para cuando esta acaeció era ya general de División y una de las cabezas discretas pero visibles de los reformistas. Ocupaba el puesto de Comandante Militar de la sensible plaza de Ceuta y fue ascendido a Teniente General en el primer Gobierno del rey Juan Carlos I y, al poco, capitán general de la VII Región Militar en Valladolid. Su discurso en la toma de posesión dejó atónitos a muchos y a otros esperanzados al exigir a sus subordinados un plena obediencia al poder civil, alejándose de las soflamas acostumbradas que se solían pronunciar: «No olvidemos nunca que el Ejército, por muy sagradas que sean sus misiones, está no para mandar, sino para servir; y que este servicio, siempre a las órdenes del Gobierno de la Nación, es exclusivo para España y para nuestro Rey.
Ya con Suárez como líder del Ejecutivo fue nombrado, por expreso deseo de Juan Carlos I, que se lo recomendó vivamente, jefe del Estado Mayor Central del Ejército de Tierra y, tres meses después, reemplazó al teniente general Fernando de Santiago Díaz de Mendívil, que dimitió para manifestar su oposición a las reformas de Suárez, como Vicepresidente Primero del Gobierno para Asuntos de la Defensa. En ese cargo estaría hasta el final del mandato de este y fue donde impulsó la gran y necesaria reforma de las Fuerzas Armadas Españolas, iniciando el camino que las ha llevado a ser lo que hoy son.
Al ser nombrado ministro, había abandonado la carrera militar. Al cesar en su cometido después de dimitir Adolfo Suárez ya no volvió a tener cargo alguno. Tan solo el de consejero permanente del Consejo de Estado, nombrado por el socialista Felipe Gonzalez en 1984.
De su vida, ya plenamente civil, cabe destacar su impulso en la creación de la Fundación de Ayuda a la Drogadición, fenómeno que había aparecido y arrasado pues la heroína cabalgaba desbocada por aquellos años, y que presidió hasta su fallecimiento.
Su muerte se produjo un helado 15 de diciembre de 1995 en Guadalajara cuando, al viajar desde Barcelona hasta Madrid, el coche en el que regresaba, a su paso por Torremocha del Campo en el kilómetro 115 de la N-II, derrapó sobre placas de hielo formadas en la calzada y se estrelló. Tenía 83 años. Quiso ser enterrado en la localidad de Villaviciosa de Odon, población con la que se sentía muy identificado.
La ultima vez que se había puesto el uniforme había sido el año anterior cuando el último Gobierno de Felipe González, y a propuesta unánime del Consejo Superior del Ejército de Tierra, le concedió el ascenso honorífico al empleo de capitán general y en septiembre de aquel período, vistió por primera y última vez sus entorchados. Fue en un austero homenaje que le rindieron los cadetes de la Academia General Militar, justo en el mismo patio donde había jurado bandera 65 años antes.
Para la posteridad será por siempre aquel viejo general de paisano que se mantuvo en pie frente a quien aquel bravucón no pudo derribar.