Una tumba demasiado frecuentada

ADM
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El sepulcro del Greco en Santo Domingo el Antiguo ha sido examinado en tres ocasiones destacadas a lo largo del siglo XX. En ninguna de ellas hubo presencia de arqueólogos

Cripta del Convento de Santo Domingo el Antiguo

A lo largo del último siglo se han producido al menos tres expediciones pretendidamente técnicas a las bóvedas subterráneas de Santo Domingo el Antiguo, el convento en donde los restos del Greco fueron sepultados en 1614 y sobre cuyo destino final -el más que probable traslado posterior a otro convento de la ciudad, San Torcuato- pesa todavía un vacío documental al que tradicional y oportunamente continúa aferrándose la comunidad de religiosas cistercienses que gobierna este espacio. Lo cierto es que ninguno de estos tres accesos a la tumba contó con supervisión arqueológica, ni los restos óseos fueron adecuadamente identificados en su contexto, ni tampoco se realizaron análisis metodológicos de los sustratos, antropometrías integrales ni exámenes de los elementos singulares encontrados en el interior de la humilde cripta. Ni el archivero Francisco de Borja San Román, que visitó la tumba en las primeras décadas del siglo XX, ni el pintor Guerrero Malagón, que accedió a ella en 1966, ni tampoco el médico Rafael Sancho San Román, que retomó los esfuerzos de su pariente en 1984 (tras haber participado en la expedición anterior), poseían experiencia forense previa.

Obviamente, ninguno de ellos pudo demostrar de manera concluyente que los restos del pintor permaneciesen aún en Santo Domingo en vez de haber sido trasladados al convento de San Torcuato cinco años después de la muerte del Greco, vía por la que se decantan la mayoría de los especialistas en la actualidad, incluidos el historiador Fernando Marías y la línea de investigación sostenida por la Fundación El Greco 2014. Por el contrario, son ya muy pocos los autores -como José Carlos Gómez-Menor y Balbina Caviró (que en 2013 publicó una breve biografía de la abadesa Ana Sotelo de Rivera incluida en su trabajo Tres mujeres en la vida del Greco)- que se inclinan por el que los restos del pintor jamás hubieran abandonado su primer destino.

Antecedentes: La primera expedición

a Santo Domingo el Antiguo (1908) y la excavación de San Torcuato en 1912

«La idea de convertir al Greco en un mito nacional no pudo escapar de la fiebre del culto al muerto tan común en la España de la época, que, imbuida de un espíritu nacionalista, buscaba elementos aglutinadores y de ‘homogeneización’ de masas en un momento en que se erigen grandes monumentos funerarios y se retoma el proyecto del Panteón de Hombres Ilustres». Estas palabras de Ana Carmen Lavín, exdirectora del Museo del Greco, permiten situar el contexto en el que Francisco de Borja San Román realizó las primeras excavaciones tras descubrir evidencias documentales del lugar concreto en donde había sido enterrado el Greco. Aunque desde 1876 se conocía que sus restos habían sido enterrados en SantoDomingo el Antiguo gracias al archivero José Foradada y Castán, nada se sabía de su lugar exacto hasta la aparición del contrato en el que Jorge Manuel, hijo del pintor, acordó con las monjas la cesión de una bóveda situada bajo uno de los altares, concretamente el que estaba situado «frontero de la puerta principal» y «más abajo de la capilla de los señores Gomaras». Un pequeño y húmedo espacio que, tras romperse las relaciones de la familia del Greco con las religiosas, pasaría a depender de Juan Alcocer de Herrera para los enterramientos de su familia (los escudos perduran todavía en el correspondiente retablo barroco, realizado muchos años después).

Las pesquisas de San Román en la bóveda subterránea (y en las dos restantes que, junto con la de María de Silva, posee este convento) no dieron frutos en 1908. Encontró «gran cantidad de restos humanos, esparcidos unos por la tierra que le sirve de pavimento, y otros conservados en deshechos ataúdes, dando al oscuro recinto una nota que no puede ser más macabra. Por otra parte, el tiempo y la humedad han hecho sus estragos, y es empresa muy difícil por no decir imposible identificar los restos allí depositados, no habiendo el menor vestigio de lápida funeraria».

Años más tarde, el archivero solicitó el permiso para «practicar algunas excavaciones en el solar de la demolida iglesia de San Torcuato, hoy de propiedad particular», en donde él estimaba que podrían haber sido trasladados los restos del pintor poco después de su muerte. En sus pesquisas, San Román había descubierto que en el año 1619 Jorge Manuel había contratado con las monjas de San Torcuato, en presencia del escribano Juan Sánchez de Soria, la cesión de una bóveda sepulcral con su correspondiente retablo «para su entierro y el de su mujer, hijos y descendientes, sus padres y demás personas que fueren de su voluntad».

Las conclusiones de esta excavación fueron recogidas por Ana Carmen Lavín, a través de las actas de la Comisión de Monumentos de Toledo (además de una fotografía que había sido publicada en el semanario Vida Manchega en 1912), en el catálogo de la exposición El Greco. Toledo 1900 (2008). El propósito inicial de San Román era que las operaciones estuviesen amparadas por la reciente Ley de Excavaciones de 1911, si bien tuvo que conformarse finalmente con la creación de una subcomisión y la asignación de peones por parte del Ayuntamiento. Los trabajos dieron como resultado la identificación de la cripta sepulcral de los Theotocópuli en San Torcuato, «a donde debieron de ser trasladadas las cenizas del gran pintor desde Santo Domingo por su hijo Jorge Manuel -reconocía San Román-, sin que haya podido hacerse otra cosa más que limpiarla y extraer de ella numerosas cargas de tierra y no pocos escombros procedentes del derribo del edificio entre los que se veían algunas partículas óseas de imposible identificación».

El proceso -que Lavín relacionó irónicamente con la «muertomanía» presente en operaciones como la carísima excavación de la plaza madrileña de Ramales a finales de los noventa con el objetivo de encontrar los restos de Velázquez (y que bien podríamos relacionar con la búsqueda de la tumba de Cervantes en la actualidad)- concluyó, obviamente, sin la identificación de los restos del pintor. De San Torcuato, según veremos en las páginas siguientes, se ha conservado la portada; desconocemos cuál fue el destino de las estructuras excavadas en 1912.

La inquietud de otro pintor: El acceso de Guerrero Malagón

en el año 1966

El 25 de agosto de 1966, a las diez de la mañana, se produjo una nueva bajada a la tumba por parte del pintor Cecilio Guerrero Malagón, que accedió a ella tras levantar la correspondiente losa de pizarra acompañado por los médicos Alfonso López-Fando y Rafael Sancho San Román. Culminaba así un largo proceso iniciado hacía dos años y medio, cuando, en un extenso artículo publicado en ABC, Guerrero Malagón señalaba incluso antes de acceder al subterráneo su convencimiento de que los restos del pintor no habían llegado a ser trasladados fuera de Santo Domingo. Paralelamente, en 1964, el canónigo Francisco de Asís González requería a la autoridad eclesiástica que se excavase en San Bartolomé, en donde el tratadista del siglo XVIII Antonio Palomino, probablemente por confusión con la cercana iglesia de San Torcuato, había situado los restos del pintor. Nada se hizo entonces por esa vía.

Los dibujos de Guerrero Malagón poseen gran interés porque en ellos recogió una subdivisión de la bóveda de Santo Domingo, algo que había sido advertido ya por San Román cincuenta años atrás. El pintor interpretó que los restos del Greco y de su nuera, Alfonsa de los Morales (enterrada en 1617), eran concretamente los que se encontraban tras el arrumbado tabique de ladrillos situado al fondo del espacio. «Las maderas donde fueron depositados estos restos están podridas por la humedad y el tiempo», publicaría años después a propósito del espacio mayor de la bóveda. «Todo ello está mezclado con los pesados ladrillos planos y gordos que se pusieron formando el arco, donde descansarían los que luego se ponen de canto, y que son los que están mezclados entre los restos». En la subdivisión más pequeña, «donde forma el ángulo de la pared de roca con el suelo, es donde encontramos unos trozos de huesos humanos. Estos restos están en un estado muy difícil de identificar, pues al haberse deshecho los ataúdes donde estaban metidos, han quedado sueltos, mezclados entre la tierra y la humedad».

En sus dibujos, por cierto, interpretó un fantaseado rostro cadavérico con la característica elongación de las figuras del Greco, así como dos fémures y un par de botas o zapatos con polainas de cierre abotonado lateral de los que nada ha vuelto a saberse desde entonces. Las noticias sobre esta expedición a la supuesta tumba del Greco son vagas. Luis Moreno Nieto publicaría a comienzos de los ochenta en ABC que Guerrero Malagón pidió permiso a la abadesa para retirar de la tumba, dentro de un sobre, «un trozo anudado del cordón del hábito franciscano con el que fue amortajado el cadáver», ‘reliquia’ que el atribulado pintor no conseguía encontrar en los años ochenta, cuando las religiosas se la demandaron para incorporarla a la colección del convento. Gómez-Menor lamentaba en aquellos años, por cierto, que los restos no se hubieran extraído nunca de Santo Domingo para su conservación y estudio, proponiendo la creación de un comité de expertos en medicina forense para su análisis.

Rafael Sancho San Román, en 1984

Balbina Caviró ha recogido recientemente cómo se desarrolló la última de las tres expediciones destacadas a los subterráneos de Santo Domingo. Se produjo el sábado 31 de marzo de 1984, a las tres menos cuarto de la tarde, a petición de la abadesa del convento. Fue organizada por el doctor Sancho San Román y contó con la presencia del canónigo Antonio Cabrera (en calidad de notario eclesiástico), de Andrés Marín, encargado de realizar fotografías y dibujos, de una periodista, de la religiosa sor Inmaculada Calvo y de varios albañiles encargados de instalar un sistema de iluminación provisional y más tarde atajar las humedades. La estancia se prolongó hasta casi las dos de la madrugada. Sancho San Román documentó la operación en dos grabaciones magnetofónicas, que Caviró señaló «de extraordinario interés por su minuciosidad y por la solvencia moral e intelectual de su autor».

No aparecieron las botas que habían sido dibujadas por Guerrero Malagón en 1966, aunque sí «restos de una tela con decoración dorada» (que fueron atribuidos a la vestimenta de Alfonsa de los Morales), cuentas de madera de un rosario, clavos y numerosos dientes. También los dos fémures de los que Guerrero Malagón dio fe. Sorprendió el hallazgo de la calavera de un niño «con la fontanela -es decir, el conjunto de tejidos que mantiene unidos los huesos del cráneo- ya cerrada». El pequeño, que no pudo ser identificado a la luz de la documentación sobre la familia del Greco, se consideró hijo de Alfonsa de los Morales y Jorge Manuel. Al día siguiente se produjo una nueva bajada a la cripta, esta vez por parte de la propia Balbina Caviró (acompañada por María Pilar Caviró y Almudena de la Mota, responsables del Inventario Histórico-Artístico de Toledo, y por Paloma Alberti). Tras esta visita, los restos humanos enterrados en la bóveda de los Alcocer fueron ocultados tras un murete por decisión de la comunidad, al tiempo que fueron introducidos en un féretro los dos fémures y el cráneo del niño encontrados en la subdivisión del extremo. Treinta años después de aquella intervención, cabría preguntarse, siguiendo nuevamente a Ana Carmen Lavín, «si dentro de poco volveremos a remover el polvo de la historia o si dejaremos descansar a los muertos en paz».