La llegada masiva de inmigrantes a las costas de Italia ha generado un hondo debate sobre la capacidad real de acogida del territorio comunitario. Hace apenas dos semanas, la primera ministra italiana, Giorgia Meloni, reclamó a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, medidas urgentes para frenar el flujo de llegadas irregulares que soporta el país durante la visita de ambas a la isla de Lampedusa. La respuesta de Bruselas se ha concretado en una revisión del pacto migratorio que tanto endurece las condiciones para la petición de asilo como amplía los plazos de evaluación de las solicitudes del estatus de refugiado.
La frontera sur de la Unión Europea, bañada por el mar Mediterráneo, se ha convertido en la puerta de entrada de miles de inmigrantes procedentes, en su mayor parte, del Sahel africano. Las costas españolas, Canarias y Andalucía, también se han visto afectadas por estos movimientos de población de gran magnitud. Una situación similar se ha vivido en Grecia durante los últimos años, otro país meridional europeo y, además, uno de los más cercanos a Oriente Próximo.
El acuerdo sobre migración suscrito ayer enmienda la política de puertas abiertas sin apenas cortapisas con que la mayor parte de los estados miembros de la Unión respondieron a la gran crisis humanitaria desatada en 2015. Bajo el paraguas de Refugees Welcome, alrededor de un millón de extranjeros, muchos de ellos huyendo de los conflictos armados de Siria e Irak, arribaron a Europa en aquel año.
La opinión de una parte de las sociedades europeas sobre este asunto se adivina como una de las razones que explican el repliegue. Las pulsiones que rechazan la acogida de personas foráneas han sido canalizadas por fuerzas políticas de carácter xenófobo y favorables al cierre de fronteras, un mensaje contrario al espíritu de integración de la UE.
La controversia sobre la conveniencia de la migración enfrenta el doble argumento del valor social y la utilidad con un relato que alude a los problemas de integración y una mayor inseguridad. Por una parte, las prósperas sociedades europeas asumen la obligación de ofrecer una oportunidad a quienes arriesgan su existencia por buscar una vida mejor y además, los nuevos pobladores alivian la envejecida estructura demográfica del continente. Por otra parte, el fracaso del modelo de asimilación de Francia o la intervención del Ejército en las calles de Suecia para contener la oleada criminal que protagonizan diversas bandas emergen como riesgos para la convivencia social y democrática.
El establecimiento del nuevo marco regulatorio abre una vía para la mejora de una situación que, además, se prevé larga en el tiempo. Europa ha de seguir siendo tierra de acogida, pero no puede renunciar a un estilo de vida que protege a sus ciudadanos, les dota de derechos y tiene a la ley como garante; no caben retrocesos en materias como la igualdad por razones de género u orientación sexual, la aconfesionalidad de los estados o el acatamiento del orden jurídico, pilares del bienestar construido.