El turco era el gran enemigo, y lo era de verdad. Su flota señoreaba el Mediterráneo y sus jenízaros no dejaban de conquistar tierras para el sultán, Selim II, y someterla a la fe islámica. Enfrente, las potencias cristianas estaban divididas. Venecia, la más poderosa de las italianas, sobre todo en el mar, jugaba la carta de una paz por separado por los turcos; con Francia no se podía contar, pues actuaba de facto como aliada de los otomanos en su afán por perjudicar a España y minar su hegemonía; y España estaba enredada con la sublevación morisca.
El decidido papa Pío V insistía una y otra vez en formar una Liga y enfrentarse al creciente poder musulmán que se los iba comiendo cachito a cachito, y que había estado a punto de tragarse a Malta, salvada in extremis cuando ya muchos la daban por perdida por los tercios españoles. La armada y el ejército otomano había sufrido una grave derrota, pero ya se habían recompuesto, había pasado de nuevo a la ofensiva y recomenzado las conquistas. Y estas se estaban dirigiendo sobre todo a enclaves venecianos a los que iban tomando uno tras otro. En aquel momento su objetivo era Famagusta.
Aquello hizo que la Serenísima República se replanteara su posición y la conjunción astral determinó, además, que fuera el momento en el que Don Juan de Austria acabara con la rebelión morisca y que su hermano el Rey Felipe entendiera que debía dar el paso decisivo y liderar la coalición, la Liga Santa, anhelada por el papado, aunque para ello tuviera que hacerse cargo de la mitad de los gastos. El oro de las Américas ayudaría en ello.
La batalla de Lepanto reforzó la presencia cristiana en el Mediterráneo frente al Imperio otomano. Pero no pareció de inicio que la pretensión de que fuera su hermano Don Juan, con solo 24 años y experiencia en combates terrestres pero apenas ninguna en lo naval, el almirante y general en jefe. Había otros muchos que parecían ser más adecuados, incluso en la propia España, que contaba con el muy respetado Álvaro de Bazán, o el reconocido trío de almirantes venecianos Agostino Barberigo, Sebastian Veniero o Marco Quirini, sin descartar al reputado genovés, Andrea Doria. La apuesta de Felipe II era firme y era quien ponía más carne en el asador, pero la última palabra se la quiso dejar al papa. Y entonces, Pío V no solo lo aceptó, sino que, citando el Evangelio de San Juan, hizo su premonición: «Fuit homo missus a Deo, cui nomen era Joannes». Todo zanjado: era voluntad de Dios. Y así, el 25 de mayo de 1571 en la basílica de San Pedro de Roma se proclamó la Liga Santa que unía a a España, Venecia, Genova, la Santa Sede y los caballeros de Malta contra el Gran Turco y el Imperio de la Sublime Puerta de Lepanto.
La responsabilidad sobre los jóvenes hombros de Don Juan era inmensa. Un fracaso y una derrota significarían un Mediterráneo en manos turcas y unos litorales indefensos ante sus ataques. Felipe II lo flanqueó, colocando a su lado a dos de los que consideraba sus mejores hombres que tenían con él una especial relación, su leal amigo y compañero de Alcalá de Henares, Alejandro Farnesio, y su mentor marítimo, Luis de Requesens.
Los preparativos se demoraron. Hasta primero de agosto la flota hispana no llegó a Nápoles y no fue hasta finales cuando se encontró con las demás en Mesina. El momento de la verdad había llegado. Y entonces Juan de Austria demostró que no era una figura ornamental, sino que era, en todo y para todo, el capitán general jefe y así quedo claro desde la primera reunión en su nave capitana. Defendió con convicción el mantener desde el comienzo una actitud ofensiva e ir en busca de la armada turca donde quiera que esta estuviese y atacarla de inmediato. Fue apoyado por la mayoría de los almirantes, en especial por Álvaro de Bazán, quien entendió que las tripulaciones y tropas turcas estaban más fatigadas por sus recientes campañas. El 15 de septiembre la flota salió de Mesina, a primeros de octubre tenía a la flota turca encerrada en el golfo de Lepanto y el 7 de ese mismo mes se lanzó contra ella. El día 3 se había recibido la noticia de que los turcos, en Famagusta, que habían tomado en agosto, habían violado el acuerdo de rendición y habían degollado a todos sus defensores.
Las fuerzas entre las dos armadas eran muy parejas. Poco más de 90.000 por cada uno de los bandos. Una pequeña ventaja en cuanto a número de galeras por el lado turco (230 por 207) y de navíos ligeros (70 por 40), pero los cristianos contaban con galeazas de mucha mayor potencia de fuego entre las que sobresalían las seis venecianas, lo que le daba en potencia de fuego una ligera superioridad.
Juan de Austria y las galeras bajo su mando directo se situaron en el centro. Las intenciones eran muy claras, ir al abordaje de las turcas y que la temible infantería española se impusiera en el combate cuerpo a cuerpo en la cubierta de las naves, apoderándose de ellas. Uno de los soldados que dio buena fe de ello y que incluso sufrió graves heridas que le dieron un apodo de por vida fue el joven Miguel de Cervantes Saavedra, El manco de Lepanto.
La batalla, «la más alta ocasión que vieron los siglos», se ha contado por muchos y multitud de veces. Pero no cabe duda que fue clave en la victoria la trascendental decisión tomada por Don Juan de Austria el 1 de octubre, cuando ya localizada la flota turca en el Golfo de Lepanto, donde se había refugiado, retornaron las voces discordantes aconsejando una estrategia más conservadora. En suma, no atacar. Que era en realidad lo que pensaba que harían el almirante en jefe de los turcos, Ali Baja. Pero el joven Austria impuso su decisión con el apoyo de Bazán, de nuevo, y de los venecianos, en esta ocasión, y se lanzó al ataque, inesperado para los turcos, y los aplastó.
La táctica de la armada cristiana, en la que Don Juan tuvo un gran papel «consistió en colocar a dos galeazas delante de cada ala y del centro para abrir brechas en la armada enemiga, poner en las alas a dos marinos de gran experiencia, Barberigo y Doria, situar a Álvaro de Bazán en la reserva, contando con su rapidez de decisión, y poner a su lado, con el pretexto de honrarles, a Veniero y Colonia, pero con el fin de controlarles. Esta táctica dio frutos magníficos. Tan importante como todo lo anterior fue la energía y el entusiasmo que Don Juan supo comunicar a todo el personal de la armada» (Bartolomé Bennassar, Real Academia de la Historia).
Gran victoria
El combate se decantó del lado cristiano al romper las galezas la formación otomana y, aunque luego se trabó una gigantesca batalla, la potencia de fuego y la superioridad de la infantería de marina hicieron sucumbir a la armada turca. Las bajas cristianas fueron 12 galeras perdidas, -aunque acabaron por ser retiradas un total de 40 por los daños sufridos-, 7.600 muertos (2.000 españoles, 800 de las tropas pontificias y 4.800 entre venecianos y genoveses) y 14.000 heridos. Por parte turca, los fallecidos se estimaron entre 25.000 y 30.000 y hubo más de 5.000 prisioneros. Se capturaron 170 galeras y 20 galeotas, aunque solo pudieron aprovecharse 130 barcos, quemándose los otros 60. Y lo mejor de todo: se liberaron cerca de 15.000 cautivos cristianos que servían como remeros bajo los látigos turcos. Juan de Austria también ordenó la liberación de los galeotes que purgaban sus culpas en las galeras españolas por su leal actuación durante el combate.
Para los turcos fue un golpe fortísimo, pues no habían perdido una batalla naval de semejante envergadura desde hacía siglo y medio, Angora (1402), y a raíz de esta pérdida, aunque los otomanos se rehicieron con rapidez construyendo nuevas galeras y optando por una hábil estrategia defensiva dirigida por Ulluch Alí, la flota española se convirtió en la más poderosa del Mediterráneo.
Se ha considerado, sin embargo, que el éxito no se explotó convenientemente más allá del cuantioso botín conseguido y no se aprovechó para reconquistar territorios. Algo de cierto hay en ello, pues la Liga no tardó en disolverse, los venecianos firmaron al cabo de no mucho tiempo un acuerdo de paz con el sultán, pero no dejó de suponer el sacudirse, por parte de los reinos y litorales cristianos, el terror turco, cuyo imperio sufrió tremendo golpe y se resintió seriamente de él.
El triunfo provocó en toda la cristiandad un fervor extraordinario: de Venecia a Roma, de España a Viena, y hasta el rey de Escocia, Jaime VI, se puso poeta y compuso una oda a la victoria. Juan de Austria se convirtió en el héroe de todo el orbe cristiano y no hubo artista, pintor, poeta, artesano, ni escultor que no quisiera glosar a la victoria y a su campeón.
Éste disfrutó de su éxito, y más aún en aquel Nápoles. El mismo virrey, aunque era un cardenal, Granvelle, lo acogió con estas palabras: «Nápoles es la ciudad apropiada para que dé las hazañas en el campo de Marte, paséis, aunque novicio, al jardín de Venus». Y a fe que lo hizo, pues condiciones no le faltaban, amén de un joven y victorioso triunfador, y hermano del rey más poderoso de la tierra era también, según lo describe el francés Brantome, y lo atestiguan sus retratos: «Un príncipe hermoso y muy cabal. Era muy guapo, de buen tono, muy gentil en todas sus actuaciones, cortés, afable, de gran espíritu, sobre todo muy bravo y valiente (...)». Vamos, que no había dama que se le resistiera y ninguna se le resistió. Ni siquiera la piu bella donna de Napoli Diana de Falangola, con la que tuvo una niña, Juana, que puso al cuidado de su hermanastra Margarita de Parma. Ello fue cuando salió en octubre de 1573 a la conquista de Túnez, que consiguió de inmediato y hasta se planteó que, de consolidarse, pudiera convertirse en rey de allí. Pero los turcos no tardarían demasiado en recuperarla.
Mientras él había regresado a Nápoles, de nuevo en triunfo y de nuevo uniendo a sus conquistas las femeninas, Diana, aunque gratificada con una cuantiosa dote, quedó atrás y apareció otra bella, Zenobia Saratosia, que no duró mucho, pues a poco se cruzó una española, Ana de Toledo, aún casada con el gobernador militar de la plaza. Aquello llegó a la corte de Madrid y a Felipe no le gustó demasiado. Tras enviarlo a Génova para mediar en una disputa entre bandos rivales y mientras Túnez ya había caído de nuevo en manos otomanas, decidió que emprendiera una nueva y muy difícil misión. Nada menos que marchar a Flandes, donde las cosas se estaban poniendo muy feas. La carta del soberano era muy clara: que se fuera volando y asumiera el Gobierno de los Países Bajos.
Nueva ambición
Don Juan esta vez se puso remolón. A través de su secretario Juan de Escobedo envió a su hermano un memorandum donde le pedía condiciones que estimaba necesarias para poder llevar a cabo con éxito su misión. Con un sorprendente añadido: la idea de ser rey, fallido lo de Túnez, que el propio papa y el mismo monarca habían contemplado, había calado en él. Pero siempre al servicio de su hermano y de los intereses de España. Podría serlo de Escocia. Para ello, solo había que liberar a María Estuardo, casarse con ella y restaurar el catolicismo allí.
Con esas propuestas y pretensiones, y al no recibir contestación escrita del rey, a quien se apodó el Prudente, embarcó hacia Barcelona y se presentó en el Escorial. La conversación debió ser bastante acalorada, pero a la postre hubo acuerdo entre ambos. Iría a los Países Bajos y luego, pacificados, podría ponerse manos a la obra con Escocia. ¿Quién dice que de no haberle alcanzado la muerte tan temprano no lo hubiera logrado?
Su estancia en la Corte se prolongó más de lo deseado y allí trabó algunas relaciones que no le iban a traer más que disgustos. A través de la princesa de Éboli, amiga en su juventud, ahora viuda y amante del nuevo secretario real, Antonio Pérez, que había sustituido a su fallecido marido, entabló cierta amistad con él, sin alcanzar a captar sus dobleces.
Finalmente partió para Flandes, pero lo hizo con su peculiar estilo. El 17 de octubre salió de Madrid disfrazado de mozo de cuerda, con vestidos y puesta en escena de su madrina de siempre, Doña Margarita de Ulloa, y se dispuso a atravesar Francia de manera clandestina. El 3 de noviembre ya lo había logrado y estaba en Luxemburgo. Volvía donde nació y había llegado a su destino final.
Allí propició un encuentro muy especial con su madre, Bárbara Blomberg. Tras una larga conversación, logró convencerla -siempre se había negado- de que se estableciera en España, donde se le proporcionó casa y pensión adecuadas y donde acabó por morir años después en la villa de Colindres.
Lo que se encontró Don Juan en su Gobierno no podía ser peor. Sus tropas, enfurecidas por varios años sin recibir su paga, habían saqueado Amberes, cometiendo toda suerte de atrocidades y violencias. Era tal la conmoción que no le quedó otro remedio que aceptar la salida del ejército del territorio para lograr la paz. Llevaba instrucciones de seguir la política de Requesens y mostrarse conciliador. Firmó el Edicto Perpetuo el 17 de febrero de 1577. En mayo, la situación parecía calmada y pudo entrar triunfalmente en Bruselas.
En abril, había comenzado la retirada de los Tercios Viejos y Don Juan se percató de que Guillermo de Orange esperaba eso para lanzarse a la guerra y hacerse por completo con el poder. En septiembre, Orange descubrió sus cartas: le exigía entregar las ciudades, licenciar las tropas y retirarse a Luxemburgo.
No sabía que había habido un cambio en el aire. Juan de Austria estaba esperando la llegada de vuelta de los Tercios. Las remesas de las Indias, aumentadas por el descubrimiento de las minas de Potosi, supusieron un alivio para las arcas españolas y el rey, a principios de 1578, envió de vuelta desde Italia, a petición de su hermano, a los mejores Tercios que iban al mando de su amigo Alejandro Farnesio, ya convertido en un genio militar y cuya presencia había supuesto la mejor noticia para el ánimo de Don Juan. Tanto fue así que en enero del año siguiente derrotaron de manera total en Gembloux a Orange. Tan rotunda fue la victoria que el Austria pensó en su sueño escocés y se lo volvió a proponer a su hermano.
La traición
Desconocía lo que estaba urdiendo, jugando a dos barajas, Antonio Pérez contra él. El secretario vertió la calumnia en el oído del rey de que su hermano tenía ambiciones inconfesables y que hasta pretendía arrebatarle el trono. Señaló a su secretario Escobedo, que continuaba en la Corte, como urdidor de la trama y lo hizo asesinar. Convenció también al rey de que Orange quería la paz a la que se negaba Don Juan, algo que era de una falsedad total pero que caló en el ánimo del monarca, que rehusó enviarle los refuerzos que le pedía en sus cartas.
La depresión se apoderó de Juan de Austria unida al empeoramiento de su salud. Estaba ya muy postrado cuando le llegó la noticia de la muerte de su fiel Escobedo y comprendió la trampa urdida por Antonio Pérez. Muy entristecido, agotado por las fiebres y la disentería, se sintió morir. El 28 de septiembre nombró al único en que podía confiar, Alejandro Farnesio, como su sucesor, escribió por última vez a su hermano dándole razón de su proceder y pidiéndole que respetara su nombramiento y que le permitiera ser enterrado junto a su padre. A la una de la tarde del 1 de octubre de 1578, en Namur, con tan solo 31 años, el vencedor de Lepanto, que jamás fue derrotado en batalla campal alguna, ni por tierra ni por mar, expiró.
La muerte de su hermano, a quien mucho había querido pero del que también había tenido grandes celos, sumió en la tristeza al rey. Y le hizo recapacitar. Otro de sus secretarios, Mateo Vázquez de Leca, le dio informes que pusieron al descubierto el perverso plan de Antonio Pérez. A ello se añadieron las cartas de Farnesio y los documentos facilitados por el propio Juan de Austria que le permitieron comprobar que su inocencia, excesiva incluso, había sido total. En ninguna conspiración había estado y su única preocupación había sido la constante necesidad de tropas y dinero para hacer la guerra en Flandes.
Fue por ello que tomó la decisión de trasladar su cuerpo con los máximos honores desde Namur, recorriendo con solemnidad, como héroe de España y de toda la cristiandad, las tierras castellanas hasta llegar al Escorial, donde, por orden del rey, se le sepultó en el Panteón Real del Monasterio. Allí hizo llevar los documentos probatorios de su absoluta lealtad con él y quizá con el remordimiento de haber dudado de ella y haber dado crédito al traidor.
El mito comenzó en aquel instante. Tal fue el impacto que bastan dos apuntes para comprender su dimensión, que desde las plásticas se trasladó a la literatura. Todo un canto de la Araucana de Alonso de Ercilla está dedicado a él, y Miguel de Cervantes, su soldado en Lepanto, quiso conmemorarlo tanto en La Galatea como en su inmortal Don Quijote.