El 11 de marzo de hace veinte años España sufría el peor atentado terrorista de la historia en suelo europeo. Diez explosiones casi simultáneas registradas en cuatro trenes de Cercanías de Madrid acabaron con la vida de 193 personas, dejando más de 2.000 heridos. Ayer se conmemoraron dos décadas de esa fatídica fecha, que sacudía el alma y las conciencias de un país que 72 horas después tuvo que acudir a las urnas para elegir a un nuevo presidente del Gobierno. Ese 11-M supuso un antes y un después, dejando una huella imborrable en el imaginario colectivo de una sociedad consternada por una masacre cargada de sinrazón en un país castigado como ninguno por una lacra inhumana.
Son muchas las lecciones que se pueden extraer dos décadas después de lo acontecido aquellos días, como la existencia de otro terrorismo tan atroz como el de la banda terrorista ETA, el yihadista, que apenas había actuado en suelo patrio, pero quizás la más importante es que la unión que exhibe la ciudadanía española a la hora de recordar aquellos días choca frontalmente con la inquietante brecha política que existe desde entonces entre una parte importante de los dos principales partidos del país, convertidos desde aquel desdichado día en enemigos irreconciliables.
La pésima gestión política de la masacre en las horas posteriores a los atentados rompió los puentes, ya deteriorados, que existían entre ambas formaciones, con el objetivo -unos antes, con su defensa a ultranza de que la autoría correspondía a ETA y sus posteriores teorías de la conspiración; y otros después, al continuar atacando hasta hoy al Ejecutivo de entonces como si fuera el responsable de los atentados-, de tratar de sacar el mayor rédito posible en unas circunstancias históricas que deberían haber unido aún más a una clase política que, al contrario de la ciudadanía, no supo estar a la altura y dejó a un lado el sentido de Estado.
La comisión de investigación posterior, lejos de servir para cerrar heridas, hizo que las diferencias se agrandaran, con reproches mutuos, aferrados a una verdad que no ayudaba a respetar lo verdaderamente importante: la memoria de las víctimas y de sus familiares. La realidad hoy es que esa fractura, que dejó una cicatriz tan visible que perdura hasta nuestros días, continúa siendo 20 años después para algunos responsables políticos un arma arrojadiza contra el adversario, haciendo invisibles a todos aquellos que viajaban en esos funestos trenes, arrebatándoles esa memoria y dignidad por las que ha luchado una sociedad que, pese a sus diferencias, siempre ha permanecido unida frente al terrorismo.