La tarde del 7 de diciembre de 2024 se ha convertido en uno de los hitos más significativos de la historia del arte y la cultura en nuestra contemporaneidad. Después de cinco años de intenso trabajo, renacía de sus cenizas la catedral de Notre-Dame de París. Las imágenes del pavoroso incendio que destruyó la flecha construida por Viollet-le-Duc y hundió las bóvedas góticas aún siguen impresas en nuestras retinas, incrédulas en aquella tarde ante lo que nos transmitían los medios de comunicación. Uno de los principales iconos de la capital francesa, a la vez que uno de los símbolos de la cultura occidental, se derrumbaba, como una metáfora de la decadencia en la que esta vieja Europa parece sumida.
Sin embargo el pueblo francés no estaba dispuesto a perder una de las joyas más importantes del arte gótico y la nación ha realizado un tremendo esfuerzo para devolver a la catedral todo su esplendor. Quienes contemplamos las imágenes, tanto del acto, espectacular, de inauguración, como de la solemne eucaristía de consagración, hemos sido testigos de cómo se ha logrado recuperar de forma maravillosa la bella iglesia que el obispo Maurice de Sully empezó a levantar en 1163, y que ha sido testigo de los grandes acontecimientos de la historia de Francia, sufriendo los desmanes de la Revolución, albergando la coronación de Napoleón y recibiendo su fisonomía conocida por todos durante las restauraciones del siglo XIX.
Esa belleza, que cuando se penetra en su interior nos envuelve, mientras nos bañamos en la luz multicolor de sus vidrieras, es la que de nuevo podremos disfrutar. Todo un símbolo, como fue en la Edad Media la construcción de las catedrales, de esfuerzo colectivo, de deseo de trascendencia, de anhelo de belleza. «Las grandes naciones hacen lo imposible», afirmó el presidente francés en su discurso, en una clara muestra de orgullo nacional. Un orgullo que me pregunto si no nos haría falta a nosotros. Porque cada vez somos, como nación, más insignificantes a nivel geopolítico. La ausencia de cualquier representación española es demasiado sintomática. No sabemos los motivos, aunque los aducidos por el ministro de Cultura, más preocupado de decolonizar los museos –en realidad, resignificarlos desde otra perspectiva ideológica-, muestra, una vez más, que sufrimos la peor generación de políticos de nuestra reciente contemporaneidad.
Pero más allá de estas reflexiones politológicas, cabe alegrarse por la resurrección de la catedral parisina. Y preguntarnos, ante el evento que pronto viviremos en Toledo, el octavo centenario del inicio de la construcción del edificio gótico de nuestro templo primado, si estamos preparándolo con la categoría que se merece. Si está siendo una ocasión para movilizar a la sociedad toledana. Si la nación española, que durante siglos miró a Toledo como capital espiritual, podrá redescubrir, con motivo de la celebración, sus más hondas raíces, que, como señaló Macron, permiten a un pueblo vivir la fraternidad capaz de hacer grandes cosas.