Los 16 consejeros del nuevo ejecutivo catalán tomaron ayer posesión de sus cargos tras una ceremonia sin mucho boato en el palacio de la Generalitat. Durante ese acto protocolario, el presidente del Govern, Salvador Illa, puso de relieve algunos de los objetivos que se ha marcado en esta legislatura. De sus palabras, en las que hubo varios guiños a Esquerra y donde habló de la «nación catalana» en el marco de «una España plurinacional y un espacio público compartido de una Europa de horizonte federal», se desprende que su acción de gobierno va a estar muy condicionada por los acuerdos alcanzados con el independentismo en Cataluña y con la necesidad que tiene Pedro Sánchez de los votos soberanistas en el Congreso de los Diputados para mantenerse en la Moncloa.
Con el acceso del primer secretario del PSC al poder se pone fin a una hegemonía de 14 años consecutivos de nacionalismo. Fue en 2010 cuando el también socialista José Montilla sufría una dura derrota electoral que dio paso al gobierno del convergente Artur Mas, con el que comenzó la deriva de la, hasta entonces, moderada CIU.
La crisis económica y las protestas ciudadanas se encargaron de acelerar esa huida hace adelante y motivaron dos consultas independentistas -la del 9 de noviembre de 2014 y la del 1 de octubre de 2017- y la irrupción en la escena política de personajes tan dañinos para la convivencia como Quim Torra o Carles Puigdemont.
La llegada de Illa al palacio de la plaza de San Jaume debería contribuir a enterrar un proceso que ha generado una profunda grieta en la sociedad catalana y entre esta comunidad y el resto de territorios del Estado. Sin embargo, es difícil que el mandato del exministro de Sanidad sea el de la vuelta a la cordura, el del retorno del famoso 'seny catalán', por más que haya vuelto a recordar que su ejecutivo «gobernará para todos». Más allá de las buenas palabras y las mejores intenciones, no se pueden olvidar las cuantiosas facturas que el nuevo presidente de la Generalitat deberá pagar para conservar el cargo.
La más costosa -y dolorosa para el principio de solidaridad entre regiones- será la del controvertido pacto fiscal firmado con ERC, pero no será la única. El independentismo siempre se ha caracterizado por su voracidad y cuando culmine el proceso de liderazgo abierto en Esquerra, y una vez que Junts redifina su rumbo y estrategia -tras un congreso que se celebrará en otoño- se volverán a poner sobre la mesa cuestiones que ahora parecen larvadas, pero a las que jamás renunciará el soberanismo, y menos cuando, como en estos momentos, tiene en sus manos al gobierno catalán y al español.