Manuel Juliá

EL TIEMPO Y LOS DADOS

Manuel Juliá

Periodista y escritor


Enero

22/01/2024

Tengo el frío metido tan adentro que vive en mis huesos, como un personaje profundo de mi memoria. Recuerdo ese terrible momento de desnudarme, ponerme el pijama siendo niño y meterme en unas sábanas que tenían sus hilos helados. Luego después, cuando las gordas mantas hacían su trabajo, una alegría de vida me llenaba hasta encontrar el sueño más dulce. Entonces no había calefacción y el olor a leña indicaba un gozo doméstico que rodeaba el hogar de mansedumbre y placer. Y más cuando mis ojos miraban embobados el fuego y se perdían en la nostalgia y ese saberse protegido de los males de afuera. Mi momento preferido era el de poner la cabeza en el pecho de mi padre y dejarme arrullar por él. Siempre tenía la piel caliente y solía abrazarme por la espalda para que los aires fríos que entraban por las ventanas se estrellaran contra sus fuertes brazos.
 Nací en Puertollano. Allí los inviernos sucedían cerca de la congelación. Chupones en las puertas y carbonilla cristalizada en la niebla. Los humos de las chimeneas mezclándose con los despojos contaminantes de la refinería. Cuando me duchaba mi madre ponía mucho antes una estufa eléctrica y estaba tan a gusto que no quería salir. Pero andar por el pasillo en pijama era suficiente para entrar en el viento de la pulmonía o al menos coger un leve constipado. Alguna vez nevó y el frío duro de la llanura convirtió la nieve pronto en hielo. Las calles de mi pueblo, como dice Ángel González, eran láminas de hielo. Me embobaba viendo la nieve derretirse. Crujía como un pan caliente, como escribe Gamoneda. Se convertía en agua y después en una pista de patinaje causante de múltiples caídas. 
En las umbrías de la ciudad la nieve duraba más. Dentro de esa oscuridad su luz no quería apagarse. Era un recuerdo de los bellos días en la nieve, porque bien que gozábamos lanzándonos bolas y tirándonos en su lecho. Una vez construimos un muñeco con un gorro azul y me dio mucha tristeza. Quizá porque no tenía vida ni alma y sí rostro. Muchos años después en El sueño de la muerte puse un poema, Muñeco, en el que rescataba ese sentimiento de soledad y humanidad que veía en el pobre muñeco. Ya cansados de jugar, quedó allí lleno de suciedad hasta que unas lluvias lo llevaron a las alcantarillas.
 «Hay demasiado frío / esta tarde en el mundo», pienso con un verso de Antonio Colinas mientras bien abrigado en una ciudad castellana miro la nieve. La grisura del suelo y el cielo se visten de un blanco radiante. El frío me indica distancia, ausencia, dolor y sonrío porque en el mundo hay más dolor bajo el sol que sobre la nieve. Paradojas. La infancia me avisa de que después del frío un calor de carne, de fuego, de amor, me espera. Por ese gozo habrá merecido la pena. Ojalá pasara lo mismo en el mundo.