Un cambio climático trajo a La Mancha los molinos de viento

Á. de la Paz
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La presencia de temperaturas templadas y lluvias recurrentes durante el Periodo Cálido Medieval favorecieron la agricultura, la ganadería y el desarrollo urbano en la meseta sur

Molinos de viento situados en la localidad conquense de Mota del Cuervo. - Foto: Reyes Martínez

Una investigación sobre las consecuencias del Periodo Cálido Medieval en buena parte del territorio histórico de La Mancha vincula la aparición de los molinos de viento, uno de los iconos del paisaje de este territorio, a los cambios climáticos que se produjeron durante la Baja Edad Media. Leonor Parra, doctora por la Universidad Autónoma de Madrid, concluye que la irrupción de la Pequeña Edad de Hielo, que cerró casi cuatro siglos de temperaturas más elevadas y un régimen de precipitaciones más abundante, explica «la pérdida de una extensa red fluvial que movilizaba su industria hidráulica y alimentaria», una carencia energética que requirió de un nuevo ingenio que proveyera una fuerza motriz diferente.

El Periodo Cálido Medieval se extendió en el centro del territorio peninsular desde, aproximadamente, el siglo XI hasta los primeros años del siglo XV. Parra señala en Hombre, paisaje y clima durante la Edad Media en los territorios de la Orden de Santiago en La Mancha Alta el «alza de las temperaturas» como el principal factor de aquel escenario climático. Eran «más cálidas, pero con una repartición anual que no permitía ni temperaturas muy frías en invierno ni muy cálidas en verano», añade. Indicadores climáticos de origen indirecto, como los pólenes, la presencia de aves o la incidencia de enfermedades, han destapado la evolución del mercurio en tal lejano lapso. Las lluvias «también debían repartirse a lo largo de todo el año para evitar el déficit hídrico». Las precipitaciones que se produjeron en la llanura manchega en la etapa bajomedieval «debían ser un tanto más elevadas con respecto a la actualidad», detalla en su trabajo académico.

Los campos parecían «un vergel» mientras los ríos registraban «un caudal muy superior» gracias a la mayor regularidad de las precipitaciones, por encima de los 800 milímetros anuales. El aumento de la lámina de agua en los principales cauces que discurren por la zona favoreció la aparición de «decenas de molinos hidráulicos en las riberas de los ríos Tajo y Gigüela», una infraestructura que perdería «su utilidad durante el siglo XV».

La investigadora pasó buena parte de su infancia y juventud en La Mancha Alta, un espacio cuya forma de vida trata de reconstruir a través de la paleoclimatología. Parra ha cotejado los datos de la época hasta hallar una secuencia cuyas consecuencias «sinceramente fueron maravillosas». La profesora cree que los habitantes de entonces debían de «estar tan contentos» con el tiempo que tenían en la época. «No helaba y no se pasaba de los 35 grados». Entre los siglos XII y XIV, el mercurio alcanzó cifras «más elevadas que las actuales, entre los 16 y los 18 grados de media anual». Sin embargo, la distribución del calor a lo largo del año propició registros que «resultaban suaves para los habitantes de estas tierras».

GRANDES CAMBIOS. La Mancha no fue «esa zona árida que conocemos hoy», refiere Parra. Los documentos consultados durante su investigación describen «un paisaje muy diferente, verde, lleno de prados y pastos». La eventual campiña manchega favoreció «el gran negocio que se organizó en torno al pastoreo ovino y a La Mesta».

Los cambios que produjo esta etapa fueron visibles en el hábitat natural y los núcleos urbanos, también en actividades económicas como la agricultura o la ganadería. «Llegaron a tener dos cosechas de trigo en un mismo año», detalla la investigadora. Además, Parra subraya la «desmesurada la cantidad de ovejas que cruzaban los campos de Castilla durante la Edad Media», un tránsito que coincidió con un «momento con abundancia de pastos de calidad», lo que determinó que en aquellos años «no se hiciera la trashumancia por los mismos motivos que se practicó durante la Edad Moderna».

La prevalencia de enfermedades también se alteró. «Moría mucha gente en el siglo XV, pero no de peste, sino de malaria». Esta enfermedad, efecto de la Transición Climática Bajomedieval, «es una de las constataciones de la existencia de unas lagunas estancadas que resultaron ser un problema de salubridad pública hasta bien entrado el siglo XX», recuerda la investigadora. Otros «momentos de calentamiento» posteriores certificaron los riesgos de los humedales como focos de enfermedad.

Respecto a la forma de ocupar el territorio, el trabajo señala «la tendencia de los cristianos», establecidos en la zona tras la conquista de un espacio hasta entonces bajo dominio musulmán, «a reunirse en poblaciones concentradas de mayor tamaño, abandonando lo que fueron poblaciones más pequeñas, de carácter rural y dispersas».

Parra contabiliza 159 poblaciones bajo dominio islámico en el inicio temporal de su estudio, un volumen que terminó reduciéndose a 52 en el siglo XV por los brotes continuos de malaria. El paludismo apareció durante la Transición Climática Bajomedieval, entre el siglo XV y el primer tercio del siglo XVI, cuando «las temperaturas seguían siendo elevadas, pero las precipitaciones descendieron y el agua se estancó», una concatenación que coadyuvó a la presencia de los parásitos transmisores y al consecuente abandono de decenas de núcleos de población por parte de los cristianos.

Con la posterior irrupción de la Pequeña Edad de Hielo, las temperaturas medias anuales cayeron hasta una horquilla de entre 14 y 16 grados. Además, el caudal de los ríos bajó por las lluvias menguantes; el Gigüela, incluso, llegó a secarse. Ambas circunstancias alteraron la forma de explotación del medio y alumbraron «la nueva tecnología de la época»: los molinos eólicos.